lunes, 15 de noviembre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (VI)

Después de pasar una noche accidentada aunque no del todo mala, llegamos a las siete y media a Popayán. El pueblo es agradable pero no tiene nada de espectacular: casas coloniales con preciosos y frescos patios interiores, sobrios exteriores y encalados relucientes. Como todas las ciudades coloniales, tiene estructura ortogonal. Hay varias iglesias, pero todas severas y muy reconstruidas a causa de los terremotos que periódicamente asolan la ciudad. Ningún edificio sobrepasa las dos plantas.

La invariante del país es el cambio de divisas. Imposible cambiar dólares o cheques de viaje en bancos, así que vamos a un cambista en una tienda de ropa. Don Salvador es un terrateniente blanco reconvertido a la necesidad, que nos recibe en su rancio despacho del segundo piso; la tasa es de 840 pesos por dólar y cambiamos 150 dólares.

El clima aquí es estupendo, no se suda nada. Vamos a comer a "La oficina", donde nos sirve una mucama vestida de verde: bandeja paisa para mí (filete, arroz, banana frita, frijoles y huevo) y chorizo para Carlos. Como todo está cerrado hasta las dos, lógicamente nos retiramos a echar la siesta hasta las tres. Después del descanso y de muchas vueltas vagamos por la ciudad hasta la cena, que consiste en una bandeja con pollo y jugo de maracuyá. Damos otra vuelta a las siete de la noche: es un pueblo muy tranquilo.

Los colombianos tienen la feísima costumbre de botar todos los desperdicios a la calle, nada de guardarlos para las casi inexistentes papeleras. Tienen sin embargo una idea muy optimista del progreso, de la civilización, la República, el esfuerzo personal; son optimistas por convicción, no por corazón: se les nota tristes en lo hondo, como presintiendo.

Las carreteras de peaje son abundantes; no tienen nada de especial, no son mejores que las otras, pero hay que pagar. El dinero recaudado nos dicen que sirve para labores de mantenimiento, pero los conductores mantienen que se los quedan entre unos y otros. Nos sorprende que en todos los puestos de cobro adviertan que no se admiten billetes vallenatos (falsos).

Un aldeano nos ha dicho que Mompós es un pueblito bellísimo; esto me ha dado qué pensar, puesto que he estado en Mompós. No sé qué concepto de belleza tendrá el aldeano, pero a Mompós yo lo calificaría de interesante, misterioso, perdido, ruinoso... cualquier cosa menos bonito. Cuando alguien nos dice que una ciudad es bella o bonita no se nos ocurre pensar por qué es bella o qué entiende nuestro interlocutor por tal, tan sólo deseamos verla; si le hiciéramos antes unas cuantas preguntas nos evitaríamos no pocas decepciones y kilómetros, y no hablo por el caso concreto de Mompós, que no es bonito pero sí interesante.

Pero volvamos al jurásico. Nos hemos levantado temprano, y mientras nos despedíamos de la Casa Suiza con un tintico en los labios hemos departido con la recepcionista lo cara que es aquí la vida comparada con los salarios, la impresión de Colombia en España (narcotráfico y café)… Luego hemos desayunado más fuerte y nos hemos trasladado a La Casa Grande, más barata y mejor.

Cogemos a las nueve un bus que tarda una hora en llegar a Coconuco; nos deja en un cruce de caminos y empezamos a andar cuesta arriba unos tres kilómetros. Al final, perdidas todas las esperanzas, llegamos a las piscinas sulfurosas cuando ya creía que a lo más encontraríamos una charca. Fue una mañana sin pretensiones pero muy agradable. Las instalaciones, nada pretenciosas y en obras, constan de una piscina grande de agua caliente sulfurosa, otra más pequeña y aún más caliente, una zona por donde pasa a 90º (que sólo se usa para cocer huevos) y dos chorros fríos de agua ferruginosa. Pasamos como unas dos horas departiendo amablemente con un enjuto aldeano de Cali, que nos informa de muchas cosas, entre ellas que la piscina está regentada por el cabildo indígena, controlado por la guerrilla, que es activa en toda la zona sur del país; también nos dice que se acaba de separar de su mujer y que por eso está aquí de relax hasta que se vaya a Cali a emplearse con un pariente en una fábrica de pulpa de fruta. Hablamos también con una colombiana y su muy buena hija que viven en Santa Mónica, California, y están pasando unos días aquí de paseo, con chófer incluido. La madre estuvo estudiando en España; la hija habla perfectamente inglés y español, y es diseñadora de modas; se quiere ir a España a probar suerte, y no sabe si Barcelona o Madrid.

Decidimos volver a Coconuco andando, y el caleño se nos ofrece a acompañarnos y no para de hablar durante toda la hora. Como no llevamos protección solar, nos socarramos el cuello y los brazos. Al llegar al pueblo nos dice que vive con unos amigos y lo echa todo a perder pidiéndonos dinero para regresar a Cali. Le decimos que no. Se despide cordial pero triste. Entramos en una casa de comidas y nos encontramos con las americanas, el chófer y un tipo viejo que va con ellas y al que le patina la cabeza. Comemos más o menos con ellos comentando cosas sobre España, los conquistadores, lo sucios que son los colombianos porque todo lo botan al suelo... Nos despedimos muy cordialmente, pero no son ni para decirnos si nos llevan a Popayán en su flamante 4x4.

Una señora del pueblo vende los billetes a Popayán en el recibidor de su casa, y es la primera persona que nos reconoce como españoles sólo por el acento. Pegamos la hebra con ella, muy agradable, sobre los temas a los que Carlos lleva abono: lo cara que es la vida en comparación con los salarios, cuándo es el invierno (noviembre), las doce horas que tarda el avión en llegar, la población del pueblo y sus dimensiones... Ella nos explica que el terremoto de 1983 afectó sólo a Popayán porque está situada sobre una laguna desecada y los edificios eran antiguos y de ladrillo. El bus de vuelta no es tal, sino una ranchera del año mil con cuatro filas de asientos; es un auténtico cascajo desvencijado que parece que se va a romper en cada uno de los millones de baches de la carretera y a veces pista. Carlos traba conversación con otro joven, y al decirle que no le importaría quedarse aquí una temporada todos los pasajeros, conductor incluido, que no daban muestras de escuchar la conversación, se rebulleron en sus asientos y rieron quedo. A mitad de camino una patrulla del ejército nos cachea y nos pide los pasaportes; después de haberlos leído (?) nos someten a un sagaz interrogatorio: de qué país somos, a dónde vamos, de dónde venimos...

La habitación del hotel Casa Grande es magnífica; los dos esperamos que mañana se confirme el precio de 15.000 pesos, que nos parece bajo para tanta comodidad y limpieza. Nos duchamos y salimos a cenar un churrasco para los dos y un batido de piña y otro de guayaba , excesivamente dulce. Escuchamos al paso que la guerrilla ha tomado el pueblo de Miraflores y ha habido varios muertos: la población y el ejército huye despavorida. El país se encuentra desde hace días en el estado jurídico de conmoción interior. Dos meses después el Tribunal Supremo derogó la medida al considerar que la violencia en Colombia no es puntual, sino endémica.

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