jueves, 4 de noviembre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (V)

Me he duchado con agua helada: no había otra. Hemos ido a desayunar a una tienda de bollos y pedimos dos vasos de mazote, leche agria con sabor a engrudo: Carlos se toma el suyo y el mío y sostiene que está muy bueno. Trabamos conversación con la tendera, Claudia, una chica vivaracha. No tiene ni idea de geografía (piensa que Buenos Aires es la capital de España) ni muestra gran interés por la madre patria -sí por Francia-, sólo se lamenta de todo lo que nos dieron allí y lo mal que nos portamos con ellos. Dieron no, rectifica Carlos, tomamos. Mientras hablamos con ella van cayendo cucarachitas al suelo desde las paredes. Por cierto, nunca pregunten el número de habitantes de un lugar salvo que quieran material para un relato de ciencia-ficción.

Compramos un sobre de detergente y lavamos la ropa en una pila del hostal con gran trabajo y trasiego de aguas. Pero la necesidad era incuestionable, sobre todo moral después de que le preguntáramos a la dueña si había algún sitio donde lavaran la ropa y ella nos contestara que por qué no la podíamos lavar nosotros mismos.

En la estación cogemos un minibús a Villa de Leyva que tarda una hora. Son cuarenta kilómetros de curvas, subidas y bajadas por grandes masas de montaña. Villa de Leyva es una ciudad colonial sosa orientada al turismo; lo que no me explico cómo viene tanta gente a verla y la ponen tan bien. Ya digo, cuatro cortijadas. Hay muchos fósiles en esta zona, con interesantes pliegues de carbón. En media hora está recorrida. Nos tomamos unos jugos de feijoa y de guanábana. Hoy no estoy nada hablador, y pese a haber dormido bastantes horas tengo sensación de sueño, quizá por la altura; menos mal que Carlos, pese a la tos que tiene, anima el día. Cogemos un taxi de vuelta que nos cuesta lo mismo pero que sólo sale cuando está lleno (seis pasajeros); es un Chrysler grande y antiguo de esos que andan porque existe un Dios.

Llegamos a Tunja a las dos de la tarde y yo digo de ir a La Pila del Mono, el restaurante más "in". Carlos no dice que no, así que vamos. Pedimos a la carta una trucha al ajillo, dos platos de huevos de codorniz, crema de espárragos dos cervezas y un café solo; el servicio bastante bueno y esmerado. Agradezco haber cambiado el menú de todos los días. A Carlos no le hace gracia este tipo de sitios, lo que nos lleva a un escarceo dialéctico, irónico, sobre los trabajos de cada uno; supongo que asocia mi trabajo, el traje de chaqueta y corbata, a lugares de quince mil pesos. Yo es que no tengo prejuicios.

Al salir nos topamos con un entierro: el féretro lo portan a mano varios señores, seguidos de la comitiva de rigor; por último, un taxi destartalado lleva a los desconsolados deudos algo apiñados (cinco en el asiento posterior). Les acompañamos calle abajo hasta que entran en una iglesia. Nos damos dos vueltas más por el pueblo para comprobar que no tiene mucho que ver, salvo la plaza mayor (de Simón Bolívar, cómo no) y las gentes con un pequeño poncho sobre los hombros. Volvemos a la pensión y volvemos a salir para cenar sobre las siete. Hace bastante frío. La ciudad parece como del altiplano; en realidad nunca he visto una ciudad del altiplano, pero lo parece.

El sitio donde íbamos a tomar una cesta de frutas está cerrado (aquí es festivo: algo así como la independencia de la ciudad), así que nos vamos a una cafetería cercana donde nos tomamos una Postobon de naranja, ya que no tienen otra cosa: parece que cafetería y no tener otra cosa son sinónimos. Con el estómago vacío compramos unas galletas saladas y volvemos al hostal. A las ocho, en la cama. Estamos un par de horas hablando sobre el famoso tema ¿qué harías tú si tu mujer...?: cosas de solteros o de casados maliciosos.

Al día siguiente salimos de Tunja en autobús. Tres horas más tarde llegamos a la caótica, extensa, muy contaminada, traficada Santa Fe de Bogotá: es difícil imaginar una ciudad más fea y deslavazada. La estación, como siempre, está a años luz del centro; la terminal es vastísima, pero muy eficiente.

Dejamos el equipaje en consigna y cogemos un taxi al Museo de Oro que está a media hora de trayecto en un edificio del Banco de la República en el centro de la ciudad. El museo no está mal, con muchos guardias muy armados pero pocos sensores electrónicos. Cualquier día de éstos unos norteamericanos arriesgados lo robarán. Sierra Nevada de Sta. Marta, muisca (zona de Tunja), Nariño, valle del Cauca (zona de Popayán)... Casi todos sus fondos son piezas de oro, y se explica bastante bien su utilidad y cómo se fabricaron.

El enclave de Bogotá es muy bonito, entre grandes montañas cubiertas de bosques, no así la ciudad. Conserva algunas casas coloniales, pero mal cuidadas y salpicadas de edificios modernos feísimos. Hay mucha gente con traje de chaqueta y corbata por el centro, pero al estilo de los años cincuenta. En la ubicua Plaza de Bolívar hay un festival ("Crea Colombia", y el presentador anima a que el público repita "¡Crea en Colombia!", todo un artículo de fe), justo al lado del Parlamento: creo que lo han puesto allí para que impida las deliberaciones de los voceros de la patria. Una cuadra más abajo la calle está tomada por soldados: es el Palacio Presidencial, en donde entran y salen Mercedes y BMW con colombianos de origen europeo y sienes plateadas. El ambiente debe ser tenso, porque ayer las FARC mataron en dos atentados a catorce soldados y hubo decenas de heridos. Pasamos por la entrada y como nos detenemos unos segundos un soldado nos conmina a continuar; una señora le replica: -Tranquilo, que no les vamos a hacer nada.

Los problemas para cambiar dinero son irresolubles: de tal a tal hora, con fotocopias de tal cosa... No podemos cambiar. Almorzamos en un sitio céntrico pero nada lujoso, y aunque comemos bien nos cobran oncel mil quinientos pesos por dos sopas de pescado, un churrasco, robalo frito, dos limonadas, y como regalo de la casa un aromático y un café. Por cierto que el café en Colombia es nefasto para mi gusto: aguado a más no poder, y encima servido con pajita. Damos vueltas por la ciudad, pero no hay mucho que hacer. Empieza a oscurecer y como es la hora de salida del trabajo tardamos más de media hora en encontrar un taxi.

Después de pagar los 52.000 pesos que vale el billete a Popayán vemos con horror que sólo nos quedan 6.000 pesos, lo que nos obliga a cambiar cincuenta dólares en una zapatería de la terminal a una tasa leonina (810 pesos por dólar). Cenamos unos croissants y me sube una fiebre inoportuna que he venido incubando desde la mañana.

Cogemos a las ocho y media el bus de la compañía Expreso Bolivariano hacia Popayán. El autocar es moderno y cómodo, con dos conductores y un sobrecargo que nos da una charla de bienvenida y nos reparte un zumo, croissant y canelones de pollo calientes. Por televisión ponen vídeos musicales en castellano (por cierto que hasta ahora no hemos oído ni una sola letra en inglés) y un documental maravilloso sobre el río Negro, en el Amazonas. Luego, una película subtitulada, pero me echo a dormir. Escucho detrás de mí a una niña pequeña de Cali hablando con su padre con el tono y la expresión de voz que deben tener los ángeles: - Papi, ¿qué es una zona?

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