lunes, 29 de noviembre de 2010

> Avance informativo

El pasado viernes, a las nueve menos diecisiete minutos de la tarde, interrumpieron la programación de CNN+ para dar una noticia supuestamente urgente: al presidente de EE.UU. Barack Obama le habían tenido que dar doce puntos de sutura por un codazo que le propinaron en un partido de baloncesto. En esta frase que acabo de escribir está toda la información que había en ese momento, más dos fotos del presidente dirigiéndose por su propio pie al coche oficial. Repitieron la frase por activa y por pasiva, intervino el corresponsal en Washington para repetir exactamente lo que ya había dicho el locutor… así consiguieron rellenar este pavo de Acción de Gracias con quince minutos de antena. Sólo les faltó contar del uno al doce como en Barrio Sésamo.

Esto es sólo una anécdota. Pero lo que revela son varias cosas, por ejemplo: la banalización de la información y la primacía de la contención del gasto. Esta noticia no justifica que se interrumpa una programación para darla, porque es irrelevante, anecdótica, casi de cotilleo. El entretenimiento sobre la información. Y además revela el interés de las cadenas por rellenar tiempo de programación a un coste muy bajo.

Cuando parece que la vida actual va a una velocidad de vértigo y los soportes de comunicación (no necesariamente de información) transmiten de todo a la vez, nos damos cuenta de que la botella es infinita, pero el vino limitado y hay muchos invitados. Como no podemos, ay, convertir el agua en vino, sirvamos calimocho.

jueves, 25 de noviembre de 2010

> El último suspiro

El gobierno de España anunció hace unos días que iba a enviar al Parlamento una ley de muerte digna para evitar sufrimientos innecesarios a los moribundos. Por suerte no es mi caso ni espero estar en esa situación próximamente, y sin duda los toros se ven más fáciles desde la barrera. Pero llegado el día no sé si agradecería acogerme a esta ley.

Si me estoy muriendo y mi fin está próximo (horas, pocos días), el padecimiento será la última experiencia que voy a tener de este mundo, y quisiera enterarme y ser consciente de mi final, no boquear el tránsito adormilado por calmantes, no perderme ese último yo: tiempo eterno tendré de descansar en paz.

Además quisiera morirme con ganas. Me espanta que en mis últimos momentos me asalte la idea de que muero sin haber vivido lo suficiente, y ya que esto no podré evitarlo entonces, al menos que el dolor me haga deshacerme de tan estéril idea y abrazar la muerte como una redención.

< Cita eliminada >

lunes, 22 de noviembre de 2010

< Con palabras: El precio de la inmortalidad

Este coche no ha sufrido un accidente. De hecho, ni tan siquiera estaba circulando. Descansaba confiado en una calle y alguien lo robó, y solo o en compañía de otros lo desvalijaron en un naranjal cerca de la ciudad.

En realidad, lo único que le quitaron fue el radiocasete, si es que queda aún alguno instalado en un coche. El motor no lo tocaron, eran rateros sin infraestructura; las ruedas tampoco, porque no tenían otro coche con el que llevárselas. Tampoco arramblaron con los asientos o con los accesorios por estas mismas razones.

Lo que sí hicieron fue incendiarlo como se ve tantas veces en las películas de pandilleros. Y lo hicieron por el simple (es cuestión de gustos) por el simple placer de verlo arder e imaginarse haciendo lo mismo en el cauce seco de Los Ángeles. Incendiaron un coche por un radiocasete y un minuto de inmortalidad.

jueves, 18 de noviembre de 2010

> “Gracias por haber venido”

Por suerte, como éste es un ‘blog’ anónimo, puedo permitirme ciertos lujos y que me sigan invitando a fiestas.

Puede que sea un sesgo de mi nicho ecológico, pero a todas las fiestas a las que asisto en los últimos años los invitados no dejan de estar inquietos hasta que se marchan. Supongo que asisten por hacerles el favor a la pareja, o por responsabilidad de padres, o por negocios o para que no les bajen del estatus de ‘visibles’.

Las fiestas, así, son brevísimas. Tampoco se come ni se bebe más allá de un bocado, pero si falta avituallamiento se genera un nuevo tema de conversación en cuchicheos y confidencialidades.

Con la excusa del conducir, se soslayan con facilidad las copas, y ya casi tiene uno el pie fuera. A estas alturas, supongo o me temo, ya está casi todo dicho y no esperamos más de una fiesta que el placer que nos produce llegar a casa poco antes de la película, ponernos las zapatillas, tumbarnos en el sofá y darle al mando de la pantalla de plasma.

En las fiestas los anfitriones educados, cuando despiden a un invitado, dicen ‘gracias por haber venido’. No es sólo finezza, es que es realmente un esfuerzo moverse de casa.

lunes, 15 de noviembre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (VI)

Después de pasar una noche accidentada aunque no del todo mala, llegamos a las siete y media a Popayán. El pueblo es agradable pero no tiene nada de espectacular: casas coloniales con preciosos y frescos patios interiores, sobrios exteriores y encalados relucientes. Como todas las ciudades coloniales, tiene estructura ortogonal. Hay varias iglesias, pero todas severas y muy reconstruidas a causa de los terremotos que periódicamente asolan la ciudad. Ningún edificio sobrepasa las dos plantas.

La invariante del país es el cambio de divisas. Imposible cambiar dólares o cheques de viaje en bancos, así que vamos a un cambista en una tienda de ropa. Don Salvador es un terrateniente blanco reconvertido a la necesidad, que nos recibe en su rancio despacho del segundo piso; la tasa es de 840 pesos por dólar y cambiamos 150 dólares.

El clima aquí es estupendo, no se suda nada. Vamos a comer a "La oficina", donde nos sirve una mucama vestida de verde: bandeja paisa para mí (filete, arroz, banana frita, frijoles y huevo) y chorizo para Carlos. Como todo está cerrado hasta las dos, lógicamente nos retiramos a echar la siesta hasta las tres. Después del descanso y de muchas vueltas vagamos por la ciudad hasta la cena, que consiste en una bandeja con pollo y jugo de maracuyá. Damos otra vuelta a las siete de la noche: es un pueblo muy tranquilo.

Los colombianos tienen la feísima costumbre de botar todos los desperdicios a la calle, nada de guardarlos para las casi inexistentes papeleras. Tienen sin embargo una idea muy optimista del progreso, de la civilización, la República, el esfuerzo personal; son optimistas por convicción, no por corazón: se les nota tristes en lo hondo, como presintiendo.

Las carreteras de peaje son abundantes; no tienen nada de especial, no son mejores que las otras, pero hay que pagar. El dinero recaudado nos dicen que sirve para labores de mantenimiento, pero los conductores mantienen que se los quedan entre unos y otros. Nos sorprende que en todos los puestos de cobro adviertan que no se admiten billetes vallenatos (falsos).

Un aldeano nos ha dicho que Mompós es un pueblito bellísimo; esto me ha dado qué pensar, puesto que he estado en Mompós. No sé qué concepto de belleza tendrá el aldeano, pero a Mompós yo lo calificaría de interesante, misterioso, perdido, ruinoso... cualquier cosa menos bonito. Cuando alguien nos dice que una ciudad es bella o bonita no se nos ocurre pensar por qué es bella o qué entiende nuestro interlocutor por tal, tan sólo deseamos verla; si le hiciéramos antes unas cuantas preguntas nos evitaríamos no pocas decepciones y kilómetros, y no hablo por el caso concreto de Mompós, que no es bonito pero sí interesante.

Pero volvamos al jurásico. Nos hemos levantado temprano, y mientras nos despedíamos de la Casa Suiza con un tintico en los labios hemos departido con la recepcionista lo cara que es aquí la vida comparada con los salarios, la impresión de Colombia en España (narcotráfico y café)… Luego hemos desayunado más fuerte y nos hemos trasladado a La Casa Grande, más barata y mejor.

Cogemos a las nueve un bus que tarda una hora en llegar a Coconuco; nos deja en un cruce de caminos y empezamos a andar cuesta arriba unos tres kilómetros. Al final, perdidas todas las esperanzas, llegamos a las piscinas sulfurosas cuando ya creía que a lo más encontraríamos una charca. Fue una mañana sin pretensiones pero muy agradable. Las instalaciones, nada pretenciosas y en obras, constan de una piscina grande de agua caliente sulfurosa, otra más pequeña y aún más caliente, una zona por donde pasa a 90º (que sólo se usa para cocer huevos) y dos chorros fríos de agua ferruginosa. Pasamos como unas dos horas departiendo amablemente con un enjuto aldeano de Cali, que nos informa de muchas cosas, entre ellas que la piscina está regentada por el cabildo indígena, controlado por la guerrilla, que es activa en toda la zona sur del país; también nos dice que se acaba de separar de su mujer y que por eso está aquí de relax hasta que se vaya a Cali a emplearse con un pariente en una fábrica de pulpa de fruta. Hablamos también con una colombiana y su muy buena hija que viven en Santa Mónica, California, y están pasando unos días aquí de paseo, con chófer incluido. La madre estuvo estudiando en España; la hija habla perfectamente inglés y español, y es diseñadora de modas; se quiere ir a España a probar suerte, y no sabe si Barcelona o Madrid.

Decidimos volver a Coconuco andando, y el caleño se nos ofrece a acompañarnos y no para de hablar durante toda la hora. Como no llevamos protección solar, nos socarramos el cuello y los brazos. Al llegar al pueblo nos dice que vive con unos amigos y lo echa todo a perder pidiéndonos dinero para regresar a Cali. Le decimos que no. Se despide cordial pero triste. Entramos en una casa de comidas y nos encontramos con las americanas, el chófer y un tipo viejo que va con ellas y al que le patina la cabeza. Comemos más o menos con ellos comentando cosas sobre España, los conquistadores, lo sucios que son los colombianos porque todo lo botan al suelo... Nos despedimos muy cordialmente, pero no son ni para decirnos si nos llevan a Popayán en su flamante 4x4.

Una señora del pueblo vende los billetes a Popayán en el recibidor de su casa, y es la primera persona que nos reconoce como españoles sólo por el acento. Pegamos la hebra con ella, muy agradable, sobre los temas a los que Carlos lleva abono: lo cara que es la vida en comparación con los salarios, cuándo es el invierno (noviembre), las doce horas que tarda el avión en llegar, la población del pueblo y sus dimensiones... Ella nos explica que el terremoto de 1983 afectó sólo a Popayán porque está situada sobre una laguna desecada y los edificios eran antiguos y de ladrillo. El bus de vuelta no es tal, sino una ranchera del año mil con cuatro filas de asientos; es un auténtico cascajo desvencijado que parece que se va a romper en cada uno de los millones de baches de la carretera y a veces pista. Carlos traba conversación con otro joven, y al decirle que no le importaría quedarse aquí una temporada todos los pasajeros, conductor incluido, que no daban muestras de escuchar la conversación, se rebulleron en sus asientos y rieron quedo. A mitad de camino una patrulla del ejército nos cachea y nos pide los pasaportes; después de haberlos leído (?) nos someten a un sagaz interrogatorio: de qué país somos, a dónde vamos, de dónde venimos...

La habitación del hotel Casa Grande es magnífica; los dos esperamos que mañana se confirme el precio de 15.000 pesos, que nos parece bajo para tanta comodidad y limpieza. Nos duchamos y salimos a cenar un churrasco para los dos y un batido de piña y otro de guayaba , excesivamente dulce. Escuchamos al paso que la guerrilla ha tomado el pueblo de Miraflores y ha habido varios muertos: la población y el ejército huye despavorida. El país se encuentra desde hace días en el estado jurídico de conmoción interior. Dos meses después el Tribunal Supremo derogó la medida al considerar que la violencia en Colombia no es puntual, sino endémica.

jueves, 11 de noviembre de 2010

> Benedicto XVI, 0 – Lady Gaga, 1

He oído este fin de semana, y a lo mejor es cierto, que la visita del Papa tenía una audiencia potencial de 200 millones. Luego escuché que los premios que la cadena MTV celebró en Madrid tenían una audiencia de 600 millones. Si fuera un partido de fútbol, y eso es lo que es, sería ganar por goleada.

Los papeles de ambos espectáculos estaban cambiados. El Papa, pretendido heredero del humilde pescador Pedro, trajo consigo pantallas gigantes, papamóvil, escenarios grandilocuentes y merchandising empalagoso. Casi lo mismo trajo la MTV, con la diferencia de que había más luz y no gozaron de las deferencias de los poderes públicos. Es más (o menos), mayor mérito místico tuvieron los premios de la MTV, cuya protagonista, Lady Gaga, ganó sin ni tan siquiera estar presente: ¡transustanciada!

Nadie protestó por lo de la MTV, sí por la visita del Papa. Eva Longoria gritó ‘Viva España’ y se disfrazó de jamón ibérico; el Papa dijo en el avión justo antes de aterrizar (cuando ya estaban vendidas todas las entradas) que el actual panorama del laicismo español recordaba al de los años 30: ya saben, quema de conventos, guerra civil…

Cuando voy de visita a una casa que no es la mía, llevo una botella de vino, no se me ocurre aludir al mal gusto de la decoración de las paredes, sobre todo si yo mismo he contribuido a pintarla.

lunes, 8 de noviembre de 2010

> “Nuestro más sentido pésame a la familia”

Lo vi y lo escuché en el programa que presenta García Siñeriz en Cuatro por las mañanas, pero lo podía haber visto en cualquier otra cadena, con cualquier otra presentadora.

Había fallecido un productor teatral, exmarido de una popular actriz. La presentadora dijo “nuestro más sentido pésame a la familia” y pasó sin solución de continuidad a comentar divertida la siguiente información, trivial a más no poder: Tom Cruise haciendo de hombre araña.

Todo es mentira. Si alguien da un pésame, lo mínimo que se le debe exigir es la contrición, no la banalidad. Y tampoco entiendo, salvo por el aprecio al espectáculo, que den públicamente el pésame a una familia que seguro no está viendo la televisión en esos momentos. Si somos extremadamente generosos e ingenuos podemos pensar que lo hacen por quedar bien, pero que a poco que se piense degradan el medio ambiente. Y a fuerza de quedar todos tan mal, se ha convertido en un tópico que todos repiten como papagayos y que la audiencia acepta con la boca abierta y los ojos cerrados.

jueves, 4 de noviembre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (V)

Me he duchado con agua helada: no había otra. Hemos ido a desayunar a una tienda de bollos y pedimos dos vasos de mazote, leche agria con sabor a engrudo: Carlos se toma el suyo y el mío y sostiene que está muy bueno. Trabamos conversación con la tendera, Claudia, una chica vivaracha. No tiene ni idea de geografía (piensa que Buenos Aires es la capital de España) ni muestra gran interés por la madre patria -sí por Francia-, sólo se lamenta de todo lo que nos dieron allí y lo mal que nos portamos con ellos. Dieron no, rectifica Carlos, tomamos. Mientras hablamos con ella van cayendo cucarachitas al suelo desde las paredes. Por cierto, nunca pregunten el número de habitantes de un lugar salvo que quieran material para un relato de ciencia-ficción.

Compramos un sobre de detergente y lavamos la ropa en una pila del hostal con gran trabajo y trasiego de aguas. Pero la necesidad era incuestionable, sobre todo moral después de que le preguntáramos a la dueña si había algún sitio donde lavaran la ropa y ella nos contestara que por qué no la podíamos lavar nosotros mismos.

En la estación cogemos un minibús a Villa de Leyva que tarda una hora. Son cuarenta kilómetros de curvas, subidas y bajadas por grandes masas de montaña. Villa de Leyva es una ciudad colonial sosa orientada al turismo; lo que no me explico cómo viene tanta gente a verla y la ponen tan bien. Ya digo, cuatro cortijadas. Hay muchos fósiles en esta zona, con interesantes pliegues de carbón. En media hora está recorrida. Nos tomamos unos jugos de feijoa y de guanábana. Hoy no estoy nada hablador, y pese a haber dormido bastantes horas tengo sensación de sueño, quizá por la altura; menos mal que Carlos, pese a la tos que tiene, anima el día. Cogemos un taxi de vuelta que nos cuesta lo mismo pero que sólo sale cuando está lleno (seis pasajeros); es un Chrysler grande y antiguo de esos que andan porque existe un Dios.

Llegamos a Tunja a las dos de la tarde y yo digo de ir a La Pila del Mono, el restaurante más "in". Carlos no dice que no, así que vamos. Pedimos a la carta una trucha al ajillo, dos platos de huevos de codorniz, crema de espárragos dos cervezas y un café solo; el servicio bastante bueno y esmerado. Agradezco haber cambiado el menú de todos los días. A Carlos no le hace gracia este tipo de sitios, lo que nos lleva a un escarceo dialéctico, irónico, sobre los trabajos de cada uno; supongo que asocia mi trabajo, el traje de chaqueta y corbata, a lugares de quince mil pesos. Yo es que no tengo prejuicios.

Al salir nos topamos con un entierro: el féretro lo portan a mano varios señores, seguidos de la comitiva de rigor; por último, un taxi destartalado lleva a los desconsolados deudos algo apiñados (cinco en el asiento posterior). Les acompañamos calle abajo hasta que entran en una iglesia. Nos damos dos vueltas más por el pueblo para comprobar que no tiene mucho que ver, salvo la plaza mayor (de Simón Bolívar, cómo no) y las gentes con un pequeño poncho sobre los hombros. Volvemos a la pensión y volvemos a salir para cenar sobre las siete. Hace bastante frío. La ciudad parece como del altiplano; en realidad nunca he visto una ciudad del altiplano, pero lo parece.

El sitio donde íbamos a tomar una cesta de frutas está cerrado (aquí es festivo: algo así como la independencia de la ciudad), así que nos vamos a una cafetería cercana donde nos tomamos una Postobon de naranja, ya que no tienen otra cosa: parece que cafetería y no tener otra cosa son sinónimos. Con el estómago vacío compramos unas galletas saladas y volvemos al hostal. A las ocho, en la cama. Estamos un par de horas hablando sobre el famoso tema ¿qué harías tú si tu mujer...?: cosas de solteros o de casados maliciosos.

Al día siguiente salimos de Tunja en autobús. Tres horas más tarde llegamos a la caótica, extensa, muy contaminada, traficada Santa Fe de Bogotá: es difícil imaginar una ciudad más fea y deslavazada. La estación, como siempre, está a años luz del centro; la terminal es vastísima, pero muy eficiente.

Dejamos el equipaje en consigna y cogemos un taxi al Museo de Oro que está a media hora de trayecto en un edificio del Banco de la República en el centro de la ciudad. El museo no está mal, con muchos guardias muy armados pero pocos sensores electrónicos. Cualquier día de éstos unos norteamericanos arriesgados lo robarán. Sierra Nevada de Sta. Marta, muisca (zona de Tunja), Nariño, valle del Cauca (zona de Popayán)... Casi todos sus fondos son piezas de oro, y se explica bastante bien su utilidad y cómo se fabricaron.

El enclave de Bogotá es muy bonito, entre grandes montañas cubiertas de bosques, no así la ciudad. Conserva algunas casas coloniales, pero mal cuidadas y salpicadas de edificios modernos feísimos. Hay mucha gente con traje de chaqueta y corbata por el centro, pero al estilo de los años cincuenta. En la ubicua Plaza de Bolívar hay un festival ("Crea Colombia", y el presentador anima a que el público repita "¡Crea en Colombia!", todo un artículo de fe), justo al lado del Parlamento: creo que lo han puesto allí para que impida las deliberaciones de los voceros de la patria. Una cuadra más abajo la calle está tomada por soldados: es el Palacio Presidencial, en donde entran y salen Mercedes y BMW con colombianos de origen europeo y sienes plateadas. El ambiente debe ser tenso, porque ayer las FARC mataron en dos atentados a catorce soldados y hubo decenas de heridos. Pasamos por la entrada y como nos detenemos unos segundos un soldado nos conmina a continuar; una señora le replica: -Tranquilo, que no les vamos a hacer nada.

Los problemas para cambiar dinero son irresolubles: de tal a tal hora, con fotocopias de tal cosa... No podemos cambiar. Almorzamos en un sitio céntrico pero nada lujoso, y aunque comemos bien nos cobran oncel mil quinientos pesos por dos sopas de pescado, un churrasco, robalo frito, dos limonadas, y como regalo de la casa un aromático y un café. Por cierto que el café en Colombia es nefasto para mi gusto: aguado a más no poder, y encima servido con pajita. Damos vueltas por la ciudad, pero no hay mucho que hacer. Empieza a oscurecer y como es la hora de salida del trabajo tardamos más de media hora en encontrar un taxi.

Después de pagar los 52.000 pesos que vale el billete a Popayán vemos con horror que sólo nos quedan 6.000 pesos, lo que nos obliga a cambiar cincuenta dólares en una zapatería de la terminal a una tasa leonina (810 pesos por dólar). Cenamos unos croissants y me sube una fiebre inoportuna que he venido incubando desde la mañana.

Cogemos a las ocho y media el bus de la compañía Expreso Bolivariano hacia Popayán. El autocar es moderno y cómodo, con dos conductores y un sobrecargo que nos da una charla de bienvenida y nos reparte un zumo, croissant y canelones de pollo calientes. Por televisión ponen vídeos musicales en castellano (por cierto que hasta ahora no hemos oído ni una sola letra en inglés) y un documental maravilloso sobre el río Negro, en el Amazonas. Luego, una película subtitulada, pero me echo a dormir. Escucho detrás de mí a una niña pequeña de Cali hablando con su padre con el tono y la expresión de voz que deben tener los ángeles: - Papi, ¿qué es una zona?

lunes, 1 de noviembre de 2010

> La mano que sale por la ventanilla

Como una tenaz invariante española, cada vez que veo sacar una mano por la ventanilla de un vehículo es para tirar algo al suelo. Unas veces es el celofán de una cajetilla de tabacos, otras la bolsa vacía de los gusanitos del niño, e incluso a veces una lata o una botella de cerveza de litro.

Un conocido no veía problema en esto: así se crean puestos de trabajo para los barrenderos, decía en serio. La calle no es de nadie, si acaso del ayuntamiento, así que…

Tan bochornoso espectáculo dio pie a los responsables de Renfe, quiero pensar, para diseñar las ventanillas de los vagones de los trenes de tal forma que no se pudieran abrir, a diferencia de los italianos, franceses o alemanes. Tal era la cochambre que se amontonaba en los arcenes, tales eran los que se sentaban en el interior.