lunes, 20 de septiembre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (I)

El viaje no empezó en el avión ni en los preparativos, sino la noche antes en una comisaría de policía. Un inocente comentario de mi compañero de viaje me hizo comprobar el pasaporte: había caducado siete meses atrás. Catorce horas antes de la salida del vuelo, a las once de la noche, nos encaminamos a la comisaría del barrio de Tetuán, en Madrid. Los dos policías de guardia estaban parapetados tras un mostrador lleno de monitores que les protegían del mundo exterior. Sólo nos pudieron decir que hacía años se sacaba un pasaporte de urgencia en la comisaría de Barajas, pero por la mañana; nos dieron el número de teléfono y el de atención al ciudadano del Ministerio de Interior, que tampoco funcionaba hasta el día siguiente.
A las ocho de la mañana ya estaba yo en la calle, y no precisamente por el pasaporte: tenía cita con el médico porque en los últimos días había sentido molestias en la pierna en la que hace años tuve una tromboflebitis. Por fortuna el médico me tranquilizó diciendo que las molestias nada tenían que ver con el trombo, sino con un golpe que supuesta e inadvertidamente me había dado. A las nueve en punto de la mañana llamé a un número de información del Ministerio del Interior, donde me remitieron a la Dirección General de Pasaportes. Por teléfono me dijeron que no se podía hacer nada con tanta premura, que sólo para casos de trabajo y mediante certificado de empresa se podría intentar algo, y éste no era ciertamente el motivo. Como no tenía ya nada que perder, cogimos un taxi y fuimos a la Dirección General. Después de varias ventanillas, fui a dar casualmente con la persona que me atendió por teléfono, me pidió el billete de avión y sin mediar más palabras me dijo que volviera a por el pasaporte a la media hora.
El avión tenía un retraso de dos horas en la salida, y no despegaba hasta las tres y media de la tarde. Sin embargo, una hora antes de lo previsto, anunciaron nuestro vuelo. El avión era un Boeing 767-300 de la compañía Spanair, con 312 plazas, 900 km/h de velocidad de crucero y casi 60 toneladas de combustible al despegar. Al ser un vuelo chárter el pasaje era de medio pelo, todos con expresión de haber contratado un paquete turístico completo y homogéneo. Sólo la presencia de una azafata llamada Elena nos rescata de vez en cuando del naufragio.
Al cabo de diez horas hacemos escala en la isla colombiana de San Andrés. La humedad al salir del avión me impresiona, tal vez porque es mi primera visita a un país tropical. Son las seis de la tarde, casi de noche. Un grupo de divertidas limpiadoras esperan en la pista para adecentar el avión. Estamos en tránsito en la terminal del aeropuerto. No funcionan los ventiladores y otras limpiadoras aún más divertidas ensayan diversas combinaciones con el panel de control, y lo que consiguen es dejar sin luz, entre risas, al resto de la planta; no hubo resultado satisfactorio, así que hago uso intensivo de mi abanico, hasta que me duele la muñeca. Pasada una hora volvemos a embarcar y llegamos en cincuenta minutos a Cartagena, que iluminada de noche parece una brasa encendida. Los trámites de aduana son tan sencillos como ineficaces: inadvertidamente nos saltamos todos los controles y aparecemos en la puerta de salida; damos la vuelta para que nos sellen los pasaportes y no tener problemas luego.
Un taxista se nos ofrece a llevarnos a un hotel por diez dólares; aceptamos y nos trae al Bellavista, a cincuenta metros de la playa y casi tan cerca del centro como del aeropuerto. Me produce una extraña sensación saber que estoy tan lejos de España, hablando con un taxista negro, y que sin embargo nos entendemos. Le digo que vayamos a ver algún otro hotel y nos lleva al Lago, casi el doble de caro. Nos quedamos en el primero. Nos recomienda no cambiar dólares en la calle y que vayamos al día siguiente al Muelle de los Pegasos a por un plano. Nos da su tarjeta por si necesitamos sus servicios. Sólo podemos decir en nuestro descargo que veníamos de un largo viaje, cansados, que no sabíamos los precios ni la distancia del aeropuerto, pero lo cierto es que diez dólares son cuatro veces el precio normal del recorrido.
La recepcionista del Bellavista es una mulata mayor, que nos interpela con mi amor en cada frase que nos dirige. Conseguimos una habitación doble por dieciséis mil pesos. La señora me dice que si al día siguiente queremos hacer una peregrinación para rezar el rosario; al cabo de las horas me doy cuenta que lo que me decía era si queríamos ir de excursión a las islas del Rosario. Cosas del cansancio y de la fama.
La habitación del hotel es algo deprimente pero limpia, y con potente y ruidoso ventilador; el cuarto de baño, peor. Por el cambio de hora no nos podemos dormir, pese a estar muy cansados. Paso mala noche, pero sin calor gracias al ventilador, que además genera un cono de succión que ayuda a espantar insectos (pese a ello nos hemos puesto repelente Relec; luego sabremos que las habitaciones están fumigadas y con telas metálicas). Imposible dormir con el ruido del ventilador, que aparte de aire genera pesadillas. El tiempo transcurre lentísimo, especialmente para Carlos, que se pasa la noche desesperado dando vueltas por la habitación preguntando la hora.

1 comentario:

  1. Somos lo que recordamos. Sigo sin saber la hora ni el sitio en el que me encuentro. Vivir en un hoy que ya ha sido o en un mañana inexistente es la prueba del laberinto existencial. ¿ Dónde estamos? Tal vez seguimos en la habitación del Bellavista obseravando el eterno movimiento de las aspas del ventilador...

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