jueves, 30 de septiembre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (II)

Amanece lloviendo. Lo primero es cambiar dinero, pero no es fácil: en unos bancos no cambian efectivo, en otros sólo por la mañana, en otros sólo Visa o American Express, o te piden fotocopias del pasaporte, que no puedes hacer porque no tienes dinero, etc. Por la mañana conseguimos cambiar 200 dólares y 190 por la tarde. Siempre nos remitían de un banco a otro, donde decían que sí se podía cambiar de tal o cual forma, información voluntariosa pero inexacta siempre. Las instalaciones de los bancos no son demasiado modernas, y desde luego lo que no falta en ninguno es un guardia privado con una escopeta de cañones recortados y un imprescindible aire acondicionado funcionando a marchas forzadas.

Tras dos horas de gestiones financieras con magro resultado, con dinero en el bolsillo, desayunamos un batido muy dulzón y una empanada de pollo con maíz; aquí de tostadas con mantequilla, pan, galletas o bollitos no saben nada. A continuación deambulamos por el centro histórico, atestado de gente, con calles estrechas y numerosísimos puestos de bebidas, fruta, etc. Las casas de esta parte son bajas, de dos pisos, con agradables colores pastel en armonioso y naïf contraste, aunque muchas no muy bien conservadas. Las famosas murallas de la ciudad rodean esta parte, y sorprenden por su baja altura y su gran anchura. La humedad es sofocante, y sudamos como nunca antes habíamos visto: casi nos da vergüenza que nos vean en este estado. De vez en cuando nos tomamos un refresco para no deshidratarnos; por fortuna los botellines son de medio litro. Todo el mundo dice que hace un calor muy bravo.

A los españoles no nos tratan de ninguna forma especial: lo mismo les daría que fuésemos chinos. El idioma no nos une, sólo nos comunica; sin embargo la gente es cordial y se muestra solícita si se le pide algo. Se ven muchos negros (los únicos que trabajan en obras públicas y construcción) y pocos criollos. La imagen típica la forman hileras de niñas negras pulcrísimas con el uniforme del colegio procesionando en fila por la calle.

Vemos el Muelle de los Pegasos, que toma su nombre de unas figuras de bronce que miran al mar. No es gran cosa, algunos barcos deslavazados con la tripulación holgazaneando alrededor y una moderna terminal para las excursiones a las Islas del Rosario. Para ir a la terminal de transportes cogemos un bus que atraviesa barriadas y barriadas de construcciones muy humildes y chabolas hasta dejarnos en mitad del campo, como a veinte kilómetros del centro. Nos informamos de los buses a Mompós para el día siguiente. Nuestro almuerzo consiste en arroz con plátano frito (que no sabe para nada a plátano), carne a la plancha y una cerveza Polar que nos sirvieron en un paradero popular de la terminal por un precio bastante ajustado. La comida no parece estar hecha con aceite (en ningún caso con aceite de oliva), y tampoco sirven pan (es una extravagancia). Regresamos al hotel a las tres y media; yo me echo la siesta (digámoslo así) hasta las ocho y Carlos hace de todo mientras vela pacientemente mi sueño. Damos un paseo por los alrededores y cenamos en un puesto junto a la carretera de la playa arroz con pollo y patatas fritas.

En el carácter de los colombianos hay mucho de estoicismo y de resignación. Nada de ritmo caribeño y baile todo el día. La separación de razas es muy acusada pero no explícitamente formulada: los criollos blancos arriba, los mestizos en puestos intermedios y los negros abajo. En televisión esto se ve muy claro: en telediarios, anuncios y telenovelas el protagonismo lo llevan los blancos; éstos son muy difíciles de encontrar por la calle en esta parte del país, no así en las ciudades de Cali o Medellín.

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