jueves, 2 de diciembre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (VII)

Se supone que deberíamos haber cogido el autobús de las siete para Ipiales; pero no, y no ha sido por quedarnos dormidos, sino durmiendo.

El paisaje a Ipiales es realmente muy bonito, con unas montañas impresionantes, a ratos bastante secas. Hay un tramo de varios kilómetros, unos cincuenta antes de Pasto, donde nos dice el conductor que la gente es muy pobre: efectivamente vemos en los arcenes a ancianos y niños con la mano extendida hacia los automovilistas; ninguno para. Llegan a poner una cuerda de trapo de lado a lado de la carretera, y cuando faltan veinte metros para que la cruce el vehículo la levantan a la altura del conductor para que éste se asuste y frene; el nuestro ya se sabía el truco y aceleró.

Pasamos por Pasto, capital del departamento de Nariño, muy alta y fría, cuyo aeropuerto está sólo a treinta y seis kilómetros de la ciudad, para compensar el hecho de que la terminal de autobuses está sólo en las afueras del casco urbano. No tiene mucho encanto, y sí el caos de una ciudad grande. El plato típico es el cuy o curí, un roedor asado que tenemos intención de probar en cuanto podamos.

El conductor es dicharachero, para el común colombiano; los comentarios enseguida se amplían al resto del autobús: no saben que en España se habla español, piensan que también hay cafetales, inglés y dólares. Como saben que los españoles dominaron estas tierras supongo que explican el hecho de que ellos hablen español por un secular atraso o porque piensan que les cambiamos el oro por un lenguaje de quincallería que nos sobraba. Dicen que en Ecuador no caen bien los colombianos, y menos aún los peruanos. El conductor nos dice que el ejército tiene miedo a la guerrilla, y mientras puede evitarla la evita, aunque haciendo el paripé. Aquí en la zona sur del país hay petróleo, y nos enseñan al paso el oleoducto por el que dicen que lo llevan en bruto a Tumaco, en la costa, para embarcarlo a Estados Unidos, refinarlo y vendérselo de nuevo a Colombia mucho más caro.

Llegamos a Ipiales a las cuatro y cambiamos dinero (70$=170.000 sucres) a un cambista de la calle. Un taxi nos lleva a la frontera junto con un indígena ecuatoriano que viajaba en la furgoneta, al que ayudamos a llevar un saco. Pasamos las dos fronteras y nadie nos dice nada, pero como creemos que es importante tener los sellos en el pasaporte, damos la vuelta al puesto colombiano, donde nos dan un sellito de papel. Cruzamos de nuevo el puente internacional sobre el río Rumichaca, y un policía-proxeneta ecuatoriano, con botas negras de punta y bandera norteamericana en la guerrera, nos para y pide pasaportes, de dónde venimos, a dónde vamos y qué llevábamos en el saco que antes habíamos llevado con el indígena. Le decimos que no lo sabemos porque no era nuestro; él insiste en que el indígena le ha dicho que el saco nos pertenecía. Mantenemos la mirada cinco segundos, me hace abrir el bolso y ojea el seguro de viaje, sin entender nada. Nos deja pasar, sin levantarse siquiera del poyete sobre el puente, con las piernas colgando. Al otro lado sellamos en Ecuador, con un policía-militar del mismo estilo.

Cogemos un colectivo a Tulcán muy barato (s/ 2.000). Allí comemos un poco de pollo con arroz después de esquivar a los vendedores de billetes de bus; mientras, por la radio Víctor Manuel y Ana Belén cantan La Puerta de Alcalá.

A las cinco y cuarto salimos para Ibarra. La carretera es bastante buena para lo que estamos acostumbrados. Las cosas parecen mejor hechas aquí, aunque tampoco hay que exagerar. El elemento indígena es mucho más acusado; también hay algún representante de las negritudes. Llegamos a las siete y media, y un taxi nos lleva al hotel Imbabura, que aunque muy barato nos parece muy cutre pese al ambiente internacional que lo habita; en realidad no soporto ver un estanque con patos de plástico. Anduvimos un rato a oscuras y al final nos acomodamos en el Hotel Madrid, que está bien aunque carísimo (s/ 35.000) para este nivel de vida. Salimos a cenar como reyes: un filete con arroz, cervezas de medio litro para cada uno y papaya (fruta anaranjada, bastante sosa, con textura entre plátano y melón). Estos precios nos hacen barruntar que el viaje se empieza a animar, y sonreímos satisfechos mientras con gesto prepotente apuramos nuestros botellones de cerveza Pilsen de medio litro.

Reflexión antes de dormir: ¿sería gaseosa, tal cual nos dijo, lo que llevaba el indio en el saco? A la vista del fajo de pesos que cambió, sospechamos que no.

Nos hemos levantado como nuevos. Desayunamos huevos fritos, café, zumo y pan. Los bancos están abiertos, pero sólo cambian de lunes a viernes; parecen bastante modernos y la gente es afable. En una casa de cambios nos pagan 2.552 sucres por dólar, por lo que cambio 250$ y Carlos 150$: ¡tenemos más de un millón de sucres! Nos dicen que el salario mínimo son s/ 100.000 (5.000 pesetas). Ecuador es muy barato, pero para ellos debe ser carísimo.

El pueblo, que no tiene mucho que ofrecer, es un estilo a Popayán, con sus casas blancas de uno o dos pisos, su estructura ortogonal, las iglesias reconstruidas a lo moderno por los terremotos... Lo curioso del pueblo lo constituyen las pintadas; he aquí un florilegio: "Talco: el único polvo que se echa con la mano y no es paja", "Bebo para olvidar las penas, pero las desgraciadas salen nadando", "El patriotismo no se pinta en la pared", "Si el estudio da frutos, que estudien los árboles", "Un Dios invisible derrama su polen sobre un turbio territorio de desiertos mentales", "La idea del suicidio me está matando", "Haga patria: denuncie a los peruanos".

Vamos a la estación de tren para informarnos: cuando llegamos aún no está abierta, y a las dos horas, cuando regresamos, ya había cerrado. Un señor muy amable nos dice que con estar el lunes a las seis allí, se puede sacar billete. Damos otro paseíto por la ciudad más por deber que por convicción. Almorzamos una cerveza y churrasco acompañado de carne, arroz, papas, dos huevos y rábanos. Aquí en hoteles y restaurantes atienden niños, y además muy jóvenes.

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