lunes, 20 de diciembre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (VIII)

Como ayer estuvimos comentando las cien mejores películas de la cinematografía mundial hasta altas horas de la noche, hoy nos hemos levantado a las nueve, después de hora y media de haraganear. Cogemos un autobús que tarda sólo cuarenta y cinco minutos en llegar a Cotacachi. Visitamos un mercado muy colorista, con gran cantidad de indígenas; luego nos acercamos en ranchera a la laguna Cuicocha, en cuyo centro hay tres islas.

El sitio es bastante bonito, a 3.500 metros de altura y a la sombra del volcán del mismo nombre. La laguna es el cráter anegado por las aguas. Subimos por la ladera para hacer algunas fotos y nos encontramos con una inglesa que viaja sola, y con una pareja de catalanes que están dándole la vuelta al lago (cuatro horas). Nosotros no estamos para tales proezas, así que después de media hora de caminata paramos a hacer fotos y media vuelta. Buscando un medio para regresar nos encontramos con Marisol, de Tarragona, que lleva mes y medio en Ecuador, sola, conociendo el país. Es una fuente de información sobre la Amazonia y la costa; es muy suelta y sabe moverse. Damos una vuelta de veinte minutos en canoa por el lago y conocemos a una familia ecuatoriana de Cuenca muy amable, con una hija de trece años que es un sol de simpatía: charlamos un poco, nos preguntan por España y parece que arden en deseos de conocerla: no sé si por cumplir, pero nos dicen que nuestro acento es muy bonito...

Regresamos a Cotacachi con la catalana en la parte descubierta de una ranchera (ella dentro, con el conductor, que en realidad es maestro pero se ve obligado a complementar sus escasos ingresos). En el pueblo comemos los tres un plato de carne colorada (se llama así por la especia que le echan, achote) que es lo típico de la zona, con aguacate, maíz tostado, maíz hervido y patatas asadas. Marisol nos recomienda visitar las Galápagos (ocho días en barco por las islas en pensión completa más avión le sale por mil dólares, aunque a los ecuatorianos les sale por menos de la mitad) y la zona del Oriente, en la Amazonia (el calor y los mosquitos nos hacen dudar, así como la costumbre de comer gusanos vivos). Luego damos un paseo por el pueblo, que es más bonito que Ibarra, con una bonita plaza central y multitud de tiendas de cuero especializadas en artículos de calidad. Visitamos una galería de artesanía que tiene unos precios casi ridículos. Como ella se aloja en el pueblo nos despedimos para coger el bus de regreso a Ibarra.

Nos acercamos al tren para ver si hay novedades, y allí nos encontramos con una masa de españoles de Zaragoza, Durango y Valladolid que pretenden hacer lo mismo que nosotros. Están esperando a que den más información, porque parece que no hay tren. Nosotros al rato nos vamos al hotel para afeitarnos, ducharnos y comprar agua para el viaje de mañana y cosas para el desayuno en la suposición que el tren sale a las seis y media. Al cabo llegan los españoles como un solo hombre: no hay tren, les han dicho. No nos fiamos, así que como la zona de la estación está a oscuras por los apagones que hay todas las noches, compramos una caja de cerillas y pese a que el tendero nos recomienda no ir por allí porque "hay malandrines", nos metemos en la estación a oscuras y encendiendo cerillas conseguimos ver una hoja escrita a máquina que dice que el lunes catorce no hay trayecto a San Lorenzo por falta de máquina (la niña del hotel nos había asegurado que sí había). Desilusionados volvemos al hotel, pagamos la cuenta, nos dan la ropa limpia que habíamos entregado y nos vamos a la cama. Plan "B" para mañana.

Teníamos pensado levantarnos a las seis para ver si después de todo había tren; en lugar de eso nos hemos levantado una hora más tarde porque no hemos oído el despertador. En la estación no hay ningún tren, ni visos de que alguna vez haya habido alguno circulando por estos raíles, y nos dicen que hay derrumbes en las vías y que por lo menos tardarán una semana en despejarla.

A las ocho abordamos el autobús a Quito, que tarda dos horas. Cogemos un taxi y nos vamos derechos al Hotel Gran Casino, en la calle 24 de mayo, que en esta zona es más que dudosa, con prostitutas muy orondas de ajustados pantalones fosforescentes sentadas en los escalones de las puertas y sus chulos revoloteando ociosos alrededor. La habitación es la más deprimente de las que hemos visto hasta ahora, pero nos da el punto y aceptamos. Cogemos otro taxi que nos lleva a la estación de tren, vacía, destartalada, donde hay una sola locomotora que funciona con petróleo, del año mil. Intentamos preguntar algo, pero no hay absolutamente nadie. Un cartel informa que los sábados y domingos hay tren turístico a Cotopaxi y a Ambato (los turistas pagan diez veces más y en dólares). Seguimos haciendo indagaciones y nos topamos con un telegrafista del siglo XIX, con el pulsador tipo Morse, que nos dice que hablemos con el jefe de estación. Éste no está, y cuando al rato llega, entre muchas dudas, nos dice que vengamos a las cuatro de la tarde para ver si sale un tren de madrugada. No quería hacer una broma preguntando si tenían teléfono.

Volvemos a la ciudad y comemos en una chifa (restaurante chino) una comida cara y nada buena, aunque se agradece que sea sin arroz. A las cuatro y media vamos en otro taxi al ferrocarril, que está en la otra punta de la ciudad y es desconocido por varios taxistas a los que preguntamos. No está el jefe de estación, pero el maquinista nos dice que a las cuatro de la madrugada va a salir para remolcar la locomotora que vimos por la mañana, y que por lo tanto el viaje hasta Ambato puede durar unas quince horas (normalmente son siete). Que si queremos, a las cuatro, que no hace falta comprar billetes.

Al regresar al hotel vemos un accidente: un camión se ha quedado sin frenos en una cuesta abajo, y un bus que había delante lo ha ido frenando; en la maniobra parece que le han pillado las piernas a varias señoras, los del autobús han salido despavoridos y el camión se ha empotrado en el bus.

A las siete ya estamos en la cama. Hay que madrugar. Hoy ha sido el día más lacónico del viaje, no habremos cruzado más de cincuenta frases. No sé por qué, quizá porque Quito es una ciudad horrible, fea, muy contaminada, con un tráfico caótico y una gran miseria en las calles. Todo está en cuesta, todo ruinoso. Hay alguna plaza que en su día debió ser bonita, pero que hoy sólo es un recuerdo. El psiquiátrico está junto a la cárcel, mejor ni hablar. Una segunda Bogotá con intereses de demora.

Aquí los gobernantes, cuando hacen algo, se preocupan de recordar bajo qué mandato se hizo: obras en el campo de fútbol de Ibarra ("Sixto cumple", de Sixto Durán Ballén, el presidente de la República); que si el trolebús, tal lo ha hecho; que si el edificio para cual, lo hizo el prefecto de Imbabura, Mejía Montesdeoca, etc.

Todas las noches hay apagones de luz en algunos barrios de las grandes ciudades, en las pequeñas todos los barrios se quedan sin luz; parece que falta electricidad por la sequía, y los periódicos están muy preocupados por ello, así como por los cárteles colombianos que se están trasladando a Ecuador. Venden discos de Joan Manuel Serrat, Víctor Manuel, Marta Sánchez... son conocidos y apreciado al menos el primero (salió ayer por televisión). Hoy han dado por la radio la noticia del intento de atentado al Rey de España; le han dedicado cinco minutos. A los nombres de los presidentes de la República se les antepone su titulación (Ingeniero, Arquitecto...). Aquí también está muy alborotada la clase política por escándalos de corrupción; en este caso las sospechas recaen en el vicepresidente Dahic. Al mes de regresar a España, sale en la prensa que el tal prohombre ha huido del país y pedido asilo político.

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