jueves, 20 de enero de 2011

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (X)

Nos hemos levantado tarde, sobre las nueve. Hemos desayunado donde ayer y visitamos el cementerio, que está al final de una agotadora cuesta: más bien soso, nada especial. En las listas de enterramientos hay varios cadáveres sin identificar y niños pequeños.

Pagamos el hotel y cogemos un taxi hasta la terminal de transportes, desde donde vamos en autobús a Ambato. Llegamos a las once y vemos que no hay autobuses hacia Cuenca hasta la una de la tarde. Decidimos esperar en el restaurante "La Estación", donde almorzamos los otros días, porque la camarera es bastante guapa y no hay ningún otro establecimiento cerca. Como signo de la decadencia que nos consume, decidimos pasar el tiempo tomándonos unas cocacolas y haciendo problemas de porcentajes bancarios.

Llega un primer autobús con una pinta estupenda. - No, éste no es el suyo; el suyo es mucho mejor. El nuestro es una tartana que llega con media hora de retraso, lleno de trastos imposibles en el techo; caro para s/ 24.000. Nos acoplamos; dormito una hora y el resto permanezco despierto, más por hacerle compañía a Carlos que por convicción.

El paisaje es impresionante. El autobús va casi siempre lleno; la gente sube y baja casi en marcha. Muchos indígenas. En el techo suben cualquier cosa: mesas, sillas, gallinas, cestos con no-se-sabe-qué... y cuando desembarcan sus propietarios hay que bajarlos, de lo que se encarga un señor que incluso ata y desata las cuerdas del techo, arriba, andando el autobús. Carlos le pregunta si no tiene miedo: - No, lo hago desde los quince años -contesta sonriendo con una boca llena de piezas doradas.

El personalismo de los gobernantes de aquí no tiene límites: en las canastas de baloncesto de un misérrimo patio en un pueblucho de mala muerte se escribe el nombre del prefecto bajo cuyo mandato se colocaron. Pasado Alausí vemos una puesta de sol impresionante: estamos altísimos, y entre montañas divisamos un mar que no sabemos si de nubes o de agua, que se pierde en el infinito, precioso. Unos italianos hacen fotos. En las muchas paradas que hace el autobús se suben chiquillos: "Habas, habitas fritas, habas", "uvas lavadas, uvitas, mil la funda", "mandarinas, mandarinas, mil la funda": la mayoría niños como de siete años. Mala carretera, todo montaña.

Llegamos a Cuenca a las nueve. Dada la hora, se impone un taxi al hotel Milán; el taxista nos advierte que por ir al Milán son 4.000 (?). Tienen habitaciones, pero hay que pagar por adelantado (?). La habitación está bien, con TV color y dos cerrojos (?); cobran s/ 26.000. Salimos corriendo a cenar algo: no hay nadie por la calle (?) pese a que estamos en el centro. Cenamos en una pollería un cuarto de lo de siempre con patatas, muy soso. Volvemos al hotel un poco mosqueados porque todo es muy raro. Carlos tiene los tobillos y codos llenos de picaduras del hotel de Quito: se rasca y se les ponen peor (o mejor, desde el punto de vista de sus nuevos inquilinos).

Me he despertado con dolor de garganta, y quizá con algo de fiebre. Hoy no hemos hecho nada de particular: deambular por la ciudad, que es la más bonita que hemos visto hasta ahora, lo que no es decir mucho, por desgracia. Compramos amoxicilina. Nos hemos pasado la mitad de la mañana buscando un billete de avión Quito-Bogotá, pero la eficiencia no es ecuatoriana: que se ha ido la luz, que comunica, que dentro de un rato... En una de las agencias comprobamos que un viaje a las islas Galápagos de ocho días, todo incluido, le sale a un ecuatoriano por 35.000 pesetas, y a un extranjero por 85.000.

La Catedral merece una visita; por fuera la mayor parte de la obra es de ladrillo visto, y la fachada de mármol rosa veteado. Tiene cúpulas azuladas. Da a una bonita plaza rodeada de edificios coloniales, con varios altos pinos de Cook en el centro. El interior de la Catedral es sobrio, salvo un baldaquino dorado en el altar mayor; las imágenes se encuentran sobre pedestales, sin nichos, como en un templo clásico. El tipo de piedra marmórea veteada en rosa es frecuente en otras iglesias (San Blas), pavimentación y obra civil (Corte Superior de Justicia). Hay bastantes edificios religiosos, lo que ha propiciado el dicho de que hay una para cada día del año: no creo que tengan tan mala suerte. Algo escondidos y agradable al visitante son los patios interiores de las casas, clara herencia española.

Aquí la gente parece sentirse más europea; hay bastantes referencias a España en los nombres de calles y comercios; incluso en un banco vimos que la cotización de la peseta estaba situada en primer lugar (el banco era muy sospechoso, como todo aquí). Como no encontramos un restaurante medianamente aceptable comemos en el del hotel: espaguetis a la italiana (horribles) y agua hervida con patatas que supuestamente era sopa. No me encuentro muy bien y subimos a la habitación a meterme en la cama. A las seis me despierto, y no paramos de hablar hasta la una de la madrugada. Por lo menos hay luz. Cenamos unas galletas y yogur. La tarde, con la larga conversación, no ha estado del todo mal.

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