jueves, 6 de enero de 2011

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (IX)

He pasado toda la noche con un ataque de gases que pensé saldría volando y no he dormido absolutamente nada. A las tres menos cuarto ha sonado el reloj. Salimos a la calle a buscar taxi. No hay absolutamente nadie a esa hora, y hace un frío helador. Volvemos al hotel para que llamen a un taxi. Al rato, al mucho rato, viene.

Llegamos a las cuatro al ferrocarril, coincidiendo a la llegada con el jefe de estación, por lo que tuvimos que pagar diez veces más que un ecuatoriano, y eso que era un tren en línea irregular (llevaba una locomotora hacia el sur) y no de pasajeros. Nos acomodamos en un vagón a oscuras propio del siglo XIX donde dice 1ª Clase. Intento ajustarme de alguna forma para dormir mientras esté oscuro y no pasar tanto frío. Imposible. Me estoy helando. Al final me pongo en la posición del loto sobre el asiento, con la mantelina puesta. No se ve absolutamente nada, salvo unos bultos anónimos que pensamos deben tener algún tipo de nexo con la Compañía, ya que caminan por el pasillo a su antojo haciendo operaciones sospechosas. El tren arranca, con muchos crujidos y vaivenes. Con el silbato va anunciando su paso con un soniquete como el de los barcos en el día de la Virgen del Carmen.

Poco a poco se va haciendo de día. La gente al paso ve al tren como alucinada; algunos saludan. Se para cada veinte minutos porque se calientan los bronces de la locomotora que es arrastrada. Junto con nosotros se acomodan a ratos en el vagón varios empleados de funciones perdidas y extrañas, de aspecto turbio. El maquinista, en una de las frecuentes paradas, nos invita a ir en la locomotora. Las vistas desde el tren son bonitas, sin llegar a ser espectaculares, del Cotopaxi y de otros volcanes nevados (la "avenida de los volcanes").

El tren se interna en el Parque Nacional del Cotopaxi, donde compruebo que están talando árboles a destajo. El paisaje es de un verde frondoso mediterráneo, no selvático, quizá debido a la altura. De vez en cuando se sube alguien al tren como quien se sube por vez primera a un avión. Visto lo lenta que va la marcha nos bajamos en Latacunga, poblacho desértico, que realmente es el sitio hasta donde habíamos pagado. En Latacunga tomamos a las doce un bus que tarda una hora en llegar a Ambato. Allí comemos y cogemos otro autobús a Baños, otra hora.

Es un paisaje muy feraz, entrada a la selva, según dicen. Montañas muy altas que rodean el pueblo y casi lo bañan en sombras. El pueblo tiene su gracia, bien abastecido y orientado totalmente al turismo. Yo llego mareado, blanco: me deben haber sentado mal los autobuses y el frío de esta mañana. Nos hospedamos en el Residencial Anita, limpísimo y cordial. Llama la atención la cantidad de hostales para un pueblo tan pequeño, y las numerosísimas agencias de viajes por la selva, todas con rótulos en inglés. Hoy toca restricción de luz, y no la dan hasta las diez (en teoría, en realidad la dieron a las tres de la madrugada). Entramos en un restaurante a cenar a la luz de una vela; sin preguntarnos nada nos traen una sopa (será costumbre de la casa) y luego un churrasquito con arroz (-Ah, ¿pero ustedes querían comer a la carta? Lo siento, no tenemos de nada); cuando estamos acabando el churrasquillo (a la fuerza ahorcan), nos traen dos cocacolas. Pagamos y nos vamos echando maldiciones. Compramos una vela y subimos a dormir. Todo está completamente a oscuras: calles, hotel, tiendas... Como todas las noches, Carlos y yo empezamos a hablar. La cisterna se rompe y no para de chorrear agua. Intentamos hacer hora hasta que den la luz; me quedo dormido a las diez y media.

Nos hemos levantado relativamente tarde, a las nueve. Hemos desayunado a la europea en un buen sitio para turistas, muy bien servidos por un muchacho que a cada punto era disculpado por el dueño aduciendo que era joven y nuevo. Luego hemos preguntado por excursiones a la selva. Todas las agencias hacen el mismo recorrido, y pensamos que va a ser incómodo, caluroso, rápido, turístico... Vamos a los baños "La Cabellera de la Virgen", y estamos tan ricamente en la piscina de agua caliente, alternando con los chorros de agua fría; muchos extranjeros.

Echamos la siesta en el hotel de tres a cinco. Al salir entablamos conversación con la patrona, su hija y una amiga: el gobierno de ahora es de derechas pero muy blando, sin autoridad. Preguntan algo sobre España, sobre todo a la hija se le ven ganas de ir, de huir de este pueblo. Una mujer nos dice que tiene una amiga que estuvo trabajando en España y se volvió porque éramos muy bravos.

En la calle hace frío, subimos una gran cuesta hacia el cementerio: cerrado. Damos una vuelta y cenamos a la europea, por comida y precio, en el Rincón de Suecia. Damos otra vuelta por el pueblo, ahora ya con luz. La cascada por la noche es muy bonita, y a su alrededor se encuentran los hoteles lujosos. En lo más alto de la montaña encienden una gran cruz que parece flotar en la noche oscura. Un paseo agradable. Los niños juegan al fútbol aprovechando. A las nueve nos vamos al hostal. Intentamos arreglar la cisterna, pero no hay forma.

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