lunes, 26 de abril de 2010

> San José María

En la ceremonia de graduación de ese colegio no había hombre que no llevara traje ni mujer que no estrenara vestido. Los hombres se saludaban como a cámara lenta y decían cosas como “me alegro” y “yo también”. A ninguno le quedaban las mangas largas. Las mujeres decían “mis hijos” y “tranquila”, y a ninguna se le notaban las costuras (eran de una pieza). Las profesoras de la presidencia sonreían y saludaban con leves gestos de cabeza sobre su beca blanca: si alguien las hubiera escupido a la cara se habrían limpiado el gargajo con un pañuelo y seguirían sonriendo sin descomponer su sobria elegancia.

El discurso lo pronunció un padre de siete hijos y que decía haber escrito más de sesenta libros. Sus palabras las podría haber redactado Calvino, que es el gran mérito, porque unía en una misma frase “amor” y “trabajo”. Todo lo que dijo era muy sensato y funciona en la vida real de algunas personas. Sólo un desalmado podría haberlo ridiculizado, por muy ñoño que sonase. Sin embargo lo dijo como la receta mágica para ser feliz en la vida, para no pensar que hay otras vidas, para no investigar qué es el mundo. Era un paquete completo que funciona como un todo con sólo una condición: que no lo abras nunca.

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