viernes, 8 de enero de 2010

> Las manos limpias

Cuando era niño mi madre me insistía en lavarme las manos antes de las comidas. Yo aborrecía hacerlo porque el jabón Lifebuoy me dejaba las manos ásperas y me daba repeluco. Luego, cuando empecé a leer, me di cuenta de que eso de lavarse las manos obedece a tradiciones religiosas o de magia simpática más que a requerimientos de higiene (que también). De hecho, ahora de mayor sólo me lavo las manos cuando las tengo sucias, y no por definición antes de las comidas. De esta nota autobiográfica entenderán que para mí la palabra ‘higiene’ tiene algo de sospechoso, y no porque sea sucio.

El caso es que hoy uno puede pasar perfectamente sin lavarse las manos salvo que tenga actividades como mecánico, juez o albañil. Para la mayoría de nosotros la vida está limpia o va a estarlo pronto. Y no sólo me refiero a la ausencia de gérmenes, sino también a la ausencia de contacto directo con otras personas, que es lo que más mancha. Hoy los mayores negocios, las relaciones sociales y hasta las guerras se realizan de forma eficaz sin tiznarse las botas de barro y sin verle la cara al contrario: basta un correo electrónico, un mensaje de móvil o el disparador de un misil. Los jardines de las sociedades ricas están cada vez más llenos de flores y vacíos de personas (los de las sociedades pobres, al revés), compramos por internet, vamos solos en nuestro coche. ¿Conoce usted a sus vecinos, a las cajeras del centro comercial?

Una persona, y no una ardilla, puede atravesar España desde Málaga a Barcelona en AVE sin levantarse del asiento en cinco horas. Dará igual si fuera hace frío o calor, porque uno siempre estará a veintiún grados; dará igual si uno no ha sido previsor y no ha comido antes, porque le servirán la comida en una bandeja; puede escuchar la música que quiera en sus auriculares individuales, sin molestarse en consensuarlo con otros viajeros; no necesitará hablar con nadie: toda la información que precisa está impresa en su billete y las noticias se las servirán en los monitores. Cuando era más joven el tren de Málaga a Madrid tardaba más de doce horas, no había climatización pero se bajaban las ventanillas, y en las estaciones con tradición asaltaban el tren vendedores de vituallas. Por la noche los reclutas encendían un radiocasete con música de Los Changuitos hasta que el revisor les pedía que lo apagaran. Cuando llegaba a Madrid mi ropa tenía el olor rancio del sudor de la noche y mis ojos legañas pegadas (en los servicios siempre se encerraba un soldado borracho y nunca había agua), pero cuando el tren, despacio, pasaba por delante del imponente Ministerio de Agricultura yo no podía abrir más los ojos.

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