lunes, 26 de octubre de 2009

> Más vale una vez colorado que ciento amarillo

Los cambios pueden ser drásticos o progresivos: cada uno tiene sus ventajas e inconvenientes. En política, un cambio de régimen puede ser pacífico y pactado o violento y revolucionario. La transición española pertenece al primer grupo, pese a sus dificultades, y las revoluciones francesa o norteamericana, al segundo, como sus nombres indican.

Qué duda cabe que en una revolución mueren personas, se destruyen bienes y una injusticia difícilmente soportable se instala en la ciudad durante los primeros momentos. Pero qué duda cabe, también, que muchos ciudadanos sienten la revolución como una ráfaga de aire limpio después de la tiranía (si no fueran muchos los ciudadanos que así sienten, no habría revolución). Un aire que limpia (a veces como Zotal, a veces como agua fresca) aunque luego se emponzoñe.

Por otro lado las transiciones pactadas permiten que las panaderías despachen bollos calientes todos los días, si es el caso, pero también que los vicios más señeros se infiltren en las nuevas normas como una unión con la tradición pasada, como un así son las cosas: todo sea por el pacto.

No echo de menos una revolución, dios me libre, pero sí echo de más el pacto que transformó la España de un gobierno dictatorial en un apaño para ir tirando. No cambió tanto el país como para considerarlo nuevo, pero tampoco hay demasiadas cosas que nos recuerden los malos viejos tiempos. Todo está en una zona gris (los partidos, la justicia, la educación…) que no ofende lo suficiente pero que tampoco ilusiona, salvo a los que en toda circunstancia sacan provecho de lo que hay. Pero de estos últimos no nos preocupemos: ya se preocupan ellos y se las apañan muy bien, como leemos en los periódicos todos los días.

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