martes, 12 de julio de 2011

> Perritos calientes

Cuando era niño no conocía esos perros diminutos que ahora se estilan tanto. Bien es cierto que me crié en una ciudad adusta, pero con una burguesía muy dada a las ridiculeces, lo que podría haber hecho esperar que alguna solterona excéntrica, algún niño mimado o algún coronel caprichoso lucieran los tales chuchos en sus paseos dominicales a la salida de misa de una.

Desde hace unos años, muchos para mi gusto, los veo por todas partes (a los perros, digo). Los veo en barrios bien y en barrios obreros (¿existen aún obreros?); se les ve incluso holgando por las mañanas en amplios BMW en las puertas basculantes de las naves de los polígonos industriales.

Primero proliferaron los pequineses, pero eran grandes y diáfanamente malhumorados para su función. Luego llegaron los yorkshire, y los chihuahuas para completar el elenco. El mérito del primero es su pretendido abolengo inglés y su representación en el cuadro de Van Eyck; el segundo, su desvalimiento plebeyo. Sus dueños les visten como si fueran colegiales el primer día de clase, les compran sus comidas favoritas (la sección de animales de compañía de cualquier supermercado supera ya a la de droguería) y les cogen en brazos y arrullan como si fueran bebés recién nacidos. Les hablan, y agradecen y entienden sus respuestas.

¿A qué obedece esta costumbre, si es que tiene algún sentido trascendente? Me recuerdan a niños malcriados. ¿Los perros?

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