martes, 23 de agosto de 2022

> Zombis

 

Estuve parado frente a la puerta de un supermercado, unos quince minutos. Era un barrio de clase media venido a menos, de esos en los que los hijos precarios han heredado las viviendas de los padres y las mercerías y las panaderías han sido sustituidas por chinos y aceitosos kebabs.

 

Llegó una señora de negro con dos niños y se sentó en una silla que inexplicablemente había en la puerta. Uno de los niños se acurrucó a su lado y ella le acariciaba la cabeza. Parecía que esperaba algo que nunca ocurriría. El otro niño se tumbó en el sucio suelo, mejilla contra baldosa, como un perro ante la indiferencia de su amo.

 

Un joven de mediana edad, con barba de una semana, pelo largo y ropa muy informal, salió de la tienda con un panecillo integral y un paquete de queso fresco en las manos. Tiró el cartón del paquete al suelo, abrió el pan con las manos y echó el queso con el suero dentro. También tiró el envase del queso al suelo; esponjó el panecillo, le dió un bocado y se fue.

 

Una señora salió también del supermercado sin ninguna compra, airada. Iba sola. Se paró delante del cartel de las ofertas y le amenazó y gritó hasta que se cansó y también se fue.

 

Mi clase media nunca tuvo que presenciar estas escenas. Ellos mismos se ocultaban y eran reductos aislados en barrios por los que no se pasaba salvo que fueras a ellos. Sus protagonistas, sin embargo, se han extendido y me siento amenazado de ser engullido, y tengo miedo. Y lo peor: ellos ya no se ocultan a las miradas de la clase media, en retirada.

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