lunes, 25 de octubre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (IV)

Nos levantamos, cómo no, a las cinco. Tomamos el tinto (café solo azucarado) que nos ha preparado la señora de la residencia. Otro huésped, un viajante comercial colombiano, aseado como los chorros del oro, nos acompaña a la chalupa que está atracada en el embarcadero, un edificio de estilo antiguo, con espadaña, y que es blanco cada vez que lo encalan, porque al día siguiente vuelve a estar negro de mosquitos.

El viaje hasta El Banco es precioso, amaneciendo sobre el río Magdalena. Dura dos horas, y levanta a su paso una ola altísima; se detiene en cada aldehuela donde tiene que recoger o dejar gente. El viaje es por un valle infinito, de aguas muy tranquilas y plantaciones de banano. La llegada a El Banco es espectacular sin tener nada de grandiosa (a veces un cielo azul, un hermoso río y un embarcadero con sabor despiertan tales sentimientos). Desayunamos otra vez para calmar el runrún que nos produjo el tinto y cogemos a las diez un bus hacia Bucaramanga; en realidad nos llevan desde la terminal en jeep hasta otro embarcadero, cruzamos un riachuelo en canoa, y autobús hasta Aguachica. Gran parte del viaje transcurre por pistas de tierra mojada por las inundaciones de los últimos días. En Aguachica transbordamos a un autobús mejor hasta B/manga, ya en plena montaña. El ejército hace requisa dos veces; luego nos enteramos que un comando guerrillero de las FARC ha asesinado a una patrulla cerca de Bogotá (parece que su campamento clandestino estaba sólo a veinte minutos de la carretera). Llegamos a las cuatro de la tarde.

Por fin una gran ciudad con taxímetros más que razonables y una terminal de transportes a menos de tres kilómetros del centro. Hacemos caso de la guía de viajes que llevamos y cogemos habitación en el hostal Tamaná, con televisión en color y baño, y justo la mitad de precio que hasta ahora nos han cobrado. El barrio no es muy recomendable, más bien todo lo contrario, pero el hostal está bien. Al salir en dirección al centro, la gente nos mira como un gato a un canario. Paseamos por la calle principal, muy animada, y cenamos opíparamente; de postre, dos jugos de frutas exóticas (lulo y curuba). Para regresar al hostal vamos por otro camino, igual de poco recomendable, y al llegar la señora se disculpa por no habernos advertido de una mejor forma de acceso.

Carlos ha pasado una mala noche, pero yo he dormido como un bendito. Nos levantamos a las seis, pero remoloneamos y llegamos a la estación a las ocho. El desayuno consiste en jugo de naranja con huevos y un bollo. Embarcamos con la empresa Copetran a las nueve menos cuarto. Un vendedor de pulseras magnéticas -buenas para las coyunturas- explica de carretilla a los pasajeros las virtudes de su producto, con una gran educación y sin agobios mercantiles, pero con una charla llena de color y de giros lingüísticos que nos parecen muy exóticos y arcaicos. No estoy de mal humor pero no tengo ganas de hablar, a diferencia de Carlos. Me quedo todo el viaje a duermevela ya que en el bus ponen un vídeo que se autopromociona como "Una de las maravillas del séptimo arte", y se trata de un bodrio titulado "Nadie es perfecto", comedieta universitaria norteamericana.

El paisaje es montañoso, con zonas de selva. La carretera es estrecha y a veces mala, con curvas muy cerradas y empinadas. Nos paran dos controles del ejército y nos cachean; son bastante amables, y parece que lo hacen por cumplir, porque no hubieran encontrado nada aunque lo llevásemos.

Venden bolsas de hormigas culonas tostadas; dicen que están muy buenas, que saben a maíz, pero son tan evidentes que no me atrevo. Preferimos parar a comer el consabido plato de carne asada, ñame, patata y arroz. El autobús espera un tiempo indeterminado para que la gente coma, y cuando todos hemos terminado, arranca. Hay gran cantidad de buitres grandes, negros y malencarados (¿los gallinazos de las novelas de G.G. Márquez?): tienen un planear majestuoso, pero un volar apresurado y ridículo, por lo que pasan más tiempo en tierra reposando maquinaciones sin cuento.

El paisaje se vuelve cada vez más espléndido. Llegamos a Tunja a las cuatro de la tarde. Vamos en taxi al hotel "El Conquistador", que está de reformas. Buscamos en los alrededores y nos decidimos por el Dux, muy cerca de la plaza de Bolívar; sin pretensiones pero correcto para diez mil pesos, con habitaciones a un patio interior bien iluminado. Hace bastante frío en este pueblo. Lo de "pueblo" hay que rectificarlo, ya que a Carlos se le ocurrió decirlo en una farmacia y la dependienta se sintió ofendida.

Damos un paseo por este pueblo-ciudad con cuestas. Como todos, es de estilo colonial, aunque han construido edificios modernos junto a los otros y no queda muy vistoso. Me tomo un jugo muy rico de feijoa (parecido a la curuba, según nos dijo el camarero, lo que nos dejó como al comienzo sólo que con una palabra más) en un saloncito que debe ser el más in del lugar, por los colombianos de origen europeo que lo habitan. El pueblo tiene buen ambiente, pero frío. Cenamos un perro embadurnado con patatas fritas de sobre. Nos volvemos al hotel y el mozo que nos tiene que tomar los datos alucina con los pasaportes: pone tal cara que le decimos los datos que precisa antes que sufra una embolia cerebral. Sólo ha visto cédulas de identidad.

Los colombianos siempre están comiendo, a cualquier hora del día, lo que justifica que haya más chiringuitos que piedras. No comen fruta para finalizar, y empiezan con una sopa, y a continuación toman una bandeja en la que siempre hay arroz y plátano frito y carne o pollo. Carlos lo ve todo muy bien, maravilloso y sublime. Una pintada: "Yenni, aunque te cases te seguiré queriendo".

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