jueves, 14 de octubre de 2010

> Viaje a Colombia y Ecuador, 1995 (III)

Nos levantamos de madrugada y cogemos un taxi para la remota terminal de transportes; a pesar de la hora hay bastante gente por la calle. El taxista no dice ni una palabra en todo el trayecto, se limita a pitar para adelantar a otros carros. Atravesamos barrios de casas de una sola planta, muy mal conservadas o que llevan años a medio hacer y que a veces funcionan como negocios con carteles como abarrotes o inyectología.

Desayunamos y compramos el periódico, que en Colombia siempre es un placer literario. El autobús a Mompós es una vieja chiva salvajemente decorada en la que nos acomodamos como podemos. El paisaje es muy verde, no boscoso sino de matorral y prado llano, con apenas una pequeña serranía entre medias. Apenas se ven granjas. Sufrimos dos controles del ejército, en los que registran a todos los varones de cara al autobús. Nosotros, que como corderitos estamos esperando órdenes más concretas que colmen la falta de práctica, somos invisibles: no nos miran ni el pasaporte. A las mujeres no les abren ni el bolso.

El barco desde Magangué se demora hasta la una, aunque el bus llega a las doce. Pasamos el rato en un cañizo de bebidas conversando con una señora mayor, analfabeta, que acompañaba a su hija mala de los nervios, y que con toda elegancia dejó callada a una señora encopetada que llamó loca a su hija ante un arrebato de ésta. El barco no salió a la hora programada hasta que arreglaron una avería, a las dos y cuarto. La gente no se ponía nerviosa ni se impacientaba, lucían resignación. Cuando por fin partió el barco, tras varios bostezos fallidos, la señora del autobús me dijo: - Se ha arreglado porque le he estado rezando a Dios Todopoderoso el salmo 121, y Dios lo puede todo. Una de las primeras cosas que hice al regresar a España fue leer el salmo 121.

Nada más salir del embarcadero los pasajeros empezaron a pedir la comida en un puesto del barco. Nosotros hicimos lo propio, al principio con cierto escrúpulo, pero enseguida con apetito: arroz con pollo y ñame (tubérculo blanco parecido a la patata, alargado, soso y algo fibroso). También había gente que pedía arroz aderezado y hervido dentro de una gran hoja. El trayecto por el río es de gran belleza, un horizonte infinito y azulísimo, muy llano, con varios brazos de agua. Ésta baja a gran velocidad, pero sin violencia. El barco tampoco desmerece el paisaje ya que parece de esos que aún estaban en funcionamiento en Europa a principios de siglo. Es un pontón fluvial con plataforma para vehículos, de color amarillo y negro que luce el nombre local y arcaico del pueblo al que nos dirigimos: Mompox.

Hoy no estoy demasiado conversador. Siento menos el calor sofocante porque me ha dado el aire del autobús durante todo el trayecto. En el barco un grupo de argentinos disfruta de aire acondicionado de su furgoneta y descorchan botellas de cava Freixenet. Llegamos en cuarenta y cinco minutos a Bodega, y el bus sale del barco emprendiendo una frenética carrera hacia Mompós para recuperar el tiempo. Carlos habla durante el trayecto con la señora: le mataron a un hijo en una revuelta con la policía en Bogotá; puso una demanda contra el Estado y ganó una pequeña indemnización. Su hijo era periodista y había escrito un libro sobre torturas y asesinatos en Colombia. Se nos ofreció a acompañarnos a un alojamiento, pero ella, su hija y su nieta se bajaron bastante lejos del centro, y nos pareció más prudente continuar. No creo que influyera su pregunta: - Sois españoles, pero ¿entendéis bien el español?

Mompós me pareció inusualmente extenso, con las típicas casas bajas de aire colonial, blanqueadas cada año para disimular la decadencia que embarga al pueblo. Una señora que es guía turístico en Cartagena y que conocemos al bajar del bus nos acompaña a la Residencia Aurora. Es éste un alojamiento sencillo pero limpio, en una antigua casa de vigas altas y patio andaluz, atendido por una señora que, como el pueblo, debió vivir mejores momentos; por la noche se reúnen en el amplio soportal a jugar al bingo presididos por un repertorio nutrido de santos y vírgenes. Un lugar muy conveniente, incluso dentro del tradicional precio de dieciséis mil pesos. Complementa sus ingresos con la venta de filigranas de plata local a sus huéspedes, sin perder la dignidad, como mostrándolas en un museo a la espera de una oferta que en nuestro caso ella se vio obligada a adelantar.

Nos aseamos y salimos a ver algo. El calor es sofocante, y sudamos mucho. Es un pueblo fantasmal en fiestas: la gente baila por las calles, monta a caballo, bebe, procesiona gigantes y cabezudos... No recuerdo haber visto un pueblo de estas dimensiones y tan sumido a la vez en el letargo y en las fiestas. Si García Márquez se inspiró aquí para Cien años de soledad no pudo encontrar mejor escenario ¿De qué vive esta gente?

Aunque apenas hemos visto nada, decidimos irnos mañana por la mañana. Estamos muy cansados, sudados y atemorizados de tener que pasar aquí el fin de semana entre alguna bandada de mosquitos. Fue una decisión que lamenté hondamente el resto del viaje, pero a veces el cuerpo vence al espíritu en los momentos más inoportunos.

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