lunes, 10 de junio de 2013

> El pésame

Recuerdo el primer velatorio al que asistí. Debía tener doce o trece años, y la abuela de un amigo acababa de fallecer. Los tres o cuatro que íbamos en pandilla no parábamos de reír porque todo nos hacía gracia, incluso las cosas a las que estábamos habituados y nunca nos habían divertido.

La mayor parte de las veces el pésame es una manifestación de educación y civilidad, a la que los muchachos a veces son ajenos. Aunque lo digamos, no nos duele ni sentimos desesperación por la pérdida del padre de un conocido al que no habíamos visto nunca antes, ni nos pasamos varios días tristes reflexionando por ese hecho. En realidad, después del pésame seguimos con nuestra rutina como si tal cosa, pero con el convencimiento de que el mal trance era obligado. No me refiero, claro está, a los casos en los que estamos emocionalmente implicados con el fallecimiento (¿seis, siete veces en nuestra vida?), sino con las decenas de situaciones en las que nuestra relación de convivencia nos sitúa ante esa obligación social.

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