jueves, 26 de julio de 2012

> Era una persona

No debemos olvidar que el muchacho que aparece en una fotografía de época tuvo nombre y apellidos, aunque no vengan al caso. Si no fuera por el uniforme podríamos decir que estudiaba el bachiller o era aprendiz en la tienda de ultramarinos de su tío. No parece por sus rasgos que fuera de temperamento duro, ni tan siquiera que tuviera un carácter mínimamente marcado.

Podemos presumir que tenía hermanos y familia, pero seguro que tuvo un padre y una madre abnegados: cuando tenía cólicos, cuando le salieron los dientes, cuando las fiebres y hubo que llamar de urgencia al médico. Tenía un futuro por hacer, el que fuera, y debería haberse muerto de viejo en una mecedora. Sin embargo no tenía el suficiente dinero como para pagar a otro que fuera en su lugar y un día, cuando nunca había pasado ni una noche fuera de casa, le llamaron a filas, le vistieron el uniforme y lo metieron en la oscura bodega de un barco con destino al norte de África. Allí le dieron una somera instrucción, varias bofetadas y mala alimentación y unos generales creídos de sí mismos lo enviaron junto con otros miles en dirección a Alhucemas, a la que nunca llegó.

Calzaba alpargatas. No importa nada si fue en Annual, en Dar Drius o Monte Arruit: miles como él murieron a cuchilladas, descuartizados, de un disparo o quemados vivos. La crueldad quizá fuera pareja a la de los legionarios posando con cabezas de rifeños degollados. Mientras los soldados huían despavoridos, los comisionistas y los generales tomaban vermú en el club hípico de Melilla. Se calcula que cerca de diez mil españoles murieron en apenas quince días de ese verano de 1921.

1 comentario:

  1. En casa de mis padres todavía sigue colgada una de esas fotografías, la misma descripción pero sin uniforme. Era un hermano de mi abuelo, también fue víctima de aquella absurda guerra colonial, aunque su muerte no fue exactamente en servicio a la patria. Él fue uno de los afortunados que volvieron a casa. El desastre había sido tan grande que su vuelta fue una alegría inmensa, todos le invitaban a comer y el pobre había pasado tanta penuria que no se privó de ningún banquete. Dice mi madre que por aquellos excesos sufrió un fuerte cólico y falleció.

    Su retrato comparte pared con otras víctimas de esos tiempos: el primogénito muerto de apendicitis a los siete, la esposa por unas fiebres, y otros que ni sé quienes eran. Mis abuelos perdieron tres de sus cuatro hijos, el último -mi madre- logró llegar a mayor, pero con unos padres ya resignados a la fatalidad.
    Creo que ahora ya no podemos ni imaginar como era esa vida.

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