Escribí en mis memorias que haber vivido muchos años en Ceuta y Melilla lo considero una suerte, aunque por supuesto no fuera consciente mientras estuve allí. Y digo que fue una suerte porque no me hizo de ninguna tierra (sentirse melillense o caballa cuando cambiaba cada tres años de ciudad no me resultó posible) y pude ver desde pequeño lo variado que es el mundo de ahí afuera desde el seno de una familia pequeñoburguesa con la casa a cuestas. Además, era un punto de exotismo.
Desde hace varios años vivo en una reductible aldea gala de un pequeño municipio del interior de la provincia de Málaga. Hace unos días se fue la electricidad durante bastante tiempo, y me recordó lo que hacíamos en casa cuando yo era pequeño y se iba la luz, lo que ocurría con frecuencia. Mi padre tenía muchos recursos para entretenernos. Podía hacer sombras chinescas con las manos (el conejo, el sombrero, el águila), contar historias del tío Santos o leer la Biblia a la luz de la vela. Hoy pueden parecer cosas poco interesantes, pero a mí me gustaban mucho en mi juventud de los años setenta. Además, ejercía sobre mí un efecto hipnótico la llama de la palmatoria, la solidificación de las gotas de cera que caían del cabo, y el olor…
Cuando se fue la luz estaba solo en casa con mi hija de dos años que dormía como un bodoque. Desde la cocina se oía el zumbido del avisador, la pantalla del vídeo parpadeaba y se escuchaban, en la calle, las quejas de los vecinos.
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