La nostalgia es el placer de la memoria. Cuando era niño, casi tenía una enfermedad por cada mes del calendario. El nombre a cada una de ellas la ponía un médico del Hospital Militar, y la inyección correspondiente un practicante compañero de mi padre, el capitán Arturo.
Mi madre me acercaba por las tardes a su casa, y él tras unas palabras de circunstancia sacaba una cajita de acero reluciente donde guardaba la jeringuilla de cristal y la aguja. La cajita tenía un pie desmontable que la convertía en hornillo, y con un poco de alcohol, en lo que tardaba en contar un chiste fácil de su gran repertorio profesional, el capitán Arturo conseguía hacer hervir el agua y así esterilizar la jeringuilla y la aguja. Pinchaba en la cápsula que le entregaba mi madre, cargaba el contenido retirando el émbolo, y con un algodón empapado en alcohol culminaba la faena que yo intentaba eludir con el llanto. Como sabía que me dolía más la prevención por la aguja que el dolor en sí, el practicante me golpeaba tres veces con dos dedos en un cachete para despistarme y ponerme la inyección por sorpresa en el otro.
Hoy he visto por televisión un reportaje sobre la vacunación contra el papiloma en las niñas andaluzas. El ATS lo primero que hace es ponerse guantes de látex antes de tocar a la paciente (que se supone aún no tiene ninguna enfermedad, ¿o la tiene el médico?). Luego coge una cajita de cartón donde viene ya preparada la vacuna dentro de una jeringuilla de plástico, también desechable. Le quita el precinto, le pone una aguja (desechable) y la aplica con un algodón mojado en alcohol en el brazo. Todos estos residuos luego los tira a un contenedor amarillo especial de restos biológicos.
Con tan pocas prevenciones no sé cómo antes no nos moríamos en masa. Tampoco los niños hoy lloran mucho; saben que les sirve de poco.
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