Cuando uno pasea (es un decir) por el sur de Manhattan y ve esos imponentes edificios de líneas severas, grandes alturas y cristales recién afeitados por un subcontratado costarricense puede pensar que son el producto de la razón, las cifras, la previsión: que dentro hay personas que toman decisiones sabiendo lo que hacen, y que lo hacen tan bien y son tan altas sus sedes que seguirán en el negocio por siempre. De vez en cuando, sin embargo, una empresa eléctrica con millones de clientes se encuentra en bancarrota por la codicia de sus gestores, y desaparece. Y la empresa multinacional que la auditaba, complacida en su grandeza, es arrastrada también a la nada en pocos meses.
Ahora, bancos de inversión que asesoraban a empresas y países resulta que sabían bien poco de sus propias inversiones, y que sus decisiones estaban guiadas no ya por el interés de sus clientes, sino ni tan siquiera por la razón. La pasión de ganar dinero (cuanto más, cuanto antes) les hacía asumir riesgos cada vez más altos, les hacía inventar instrumentos de inversión que no controlaban, les hacía vender con nombres aparatosos y científicos las deudas de incapaces.
No hay que fiarse de las apariencias. El más grande director general, con suerte, va al baño varias veces al día, y tiene en el cajón de su mesa del despacho de la planta 35 una revista de chicas desnudas. Un día le preguntan dónde van a situar la nueva fábrica; le dejan solo y mira por la ventana y se acuerda de su infancia en Minnesota, y ahí va la fábrica seguida de papeles que argumentan con cifras lo acertado de la decisión. O un líder político decide invadir un país diciendo saber cuando luego se desvela que no tenía ni ligera idea, o que dice que va a dar en ayudas a ese país lo que sabe se repartirán sus amigos en una orgía de desvergüenza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario