Cuando era niño, en televisión anunciaban los quesitos de la Vaca que Ríe, Cola Cao, y galletas Chiquilín. Los argumentos de venta eran todos muy parecidos y simples: te ayudaban a hacerte fuerte y a tener energía. Por aquella época la comida se compraba por las mañanas en el mercado (carne, pescado, fruta) y por la tarde en el ultramarinos del barrio.
Ahora sin embargo muchas cosas han cambiado. Pocas personas compran en mercados de abastos y hay tan pocos ultramarinos como linces ibéricos (pero sí supermercados).
Los productos de alimentación que anuncian hoy por la tele son mucho más abundantes y sugerentes. Uno ya no compra un cacao soluble que da energía en el desayuno, sino un estilo de vida. Además, el público al que van dirigidos los anuncios se ha ampliado también a los adultos y se ha hecho mucho más tecnológico. De hecho, los argumentos de venta del pasado se han transformado en remedios contra la pereza (también intelectual). Hay decenas de anuncios de alimentos que parecen medicinas para una sociedad enferma: unos combaten el estreñimiento, otros previenen la arterioesclerosis con su Omega3, el cáncer gracias a los antioxidantes, la osteoporosis… Otros tratan dolencias sociales, como la falta de tiempo (platos preparados), el vivir solo (porciones individuales) o la vejez desatendida (papillas).
Me gustaba más el pescado sobre las encimeras de piedra, la carne colgando de ganchos y el olor rancio del tocino del ultramarinos que los guantes de la sección de pescadería, las bandejas de corcho blanco y el ruido de la abrillantadora del suelo que tienen todos los supermercados. No habrá un Emile Zola de Mercadona como lo hubo del Mercado Central de París.
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