Un trayecto de cuarenta y cinco minutos en coche (aparte untarle crema a los niños, vestirlos, coger la sombrilla, hacer los bocadillos, etc). Varias vueltas buscando aparcamiento y eludiendo a los “gorrillas”. Ver casas mejores que la mía. Vadear una calle porque un Volswagen Passat ha aparcado en un paso de peatones para no tener que buscar aparcamiento. La playa llena a rebosar de gente, apenas tres metros cuadrados para nosotros. Vaya, se me han olvidado las paletas (da igual: no hay sitio). El agua está sucia (en las casas mejores que la mía también hacen sus necesidades). Un par de chapuzones.
Los bocadillos saben a gloria. El agua de la botella aún está fría. Todas las mujeres mayores de edad tienen michelines, y muchas de las menores de edad. La arena está llena de colillas y de anillas de refrescos (ahora no se desprenden cuando se abren, pero la gente busca incansable entretenimiento). Una siesta de casi una hora. Los niños se divierten mucho y comen poco, ya cenarán. Arena por todas partes. Hay que darle continuamente al botón de la ducha para que salga agua. Unas jóvenes estúpidas pasan entre nosotros para no mancharse los pies de arena. Los niños se quedan dormidos en el coche.
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