Cuando preparo una celebración siempre se me olvida el sentimiento tras la anterior. Supongo que por suerte, porque si no sólo hubiera hecho la primera en mi vida. El caso es que uno se esfuerza en comprar comida y bebida suficientes, en limpiar y arreglar la casa, incluso en hacer cosas que llevaban pendientes largo tiempo. También uno invita alegremente a los invitados, suponiendo que su talante estará en consonancia con el tuyo. Uno se pregunta si el tiempo acompañará, y lo mira en internet como si estuviera en su mano cambiar algo.
Luego, durante la celebración, puede ocurrir algún hecho que te amargue la jornada (una impertinencia, una pelea, una decepción) o puede incluso que todo trascurra más o menos normal. Pero incluso en este último caso, cuando todos los invitados se han ido a casa y uno ha recogido los restos, surge una sensación de derrota y pienso que más hubiera valido no ceder al tributo social y ver una película en la televisión con una botella de Ribera del Duero al lado. Cuando el invitado soy yo, el sentimiento es el mismo, aunque sea una de esas pocas veces en que me lo he pasado bien en la fiesta.Un gran esfuerzo para un rato efímero, para unos cuantos lucimientos y otras tantas incomodidades.
Y aquí entra en escena el gallo que canta: hay un tipo de personas que se lo pasan bien durante y después de la fiesta. Pero sólo son un tipo de personas, la mayoría (no hay tantos gallos que canten) no, aunque lo ignoren o lo disimulen. Cuando se aburran en una fiesta (sucederá en la próxima) no cedan al entorno y empecínense en observar a los demás como si fueran sujetos desconocidos sin relación con usted. Verá como tengo razón. Si no fuera así, yo sería una persona rara, y eso sí que no.
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