Creo haber hecho ya alguna referencia en este blog a las latas (de refresco, de cerveza). Me las encuentro cuando voy de paseo por el monte, perdidas, desorientadas (en Málaga, no en Vizcaya); me las encuentro cuando estoy en la playa como los restos inútiles de un naufragio o como la botella perdida de un náufrago venida a menos. Las utilizan de ceniceros improvisados, de blanco de tiro, de cárcel de hormigas.
Siempre me pregunto qué piensa el que la tira desde la ventanilla del coche al arcén. Una vez se lo pregunté a alguien y me dijo que así creaba puestos de trabajo (de basureros que la recogieran). Otro me dijo que no le llamara guarro, que me partía la cara. Mi mujer mantiene que es una forma de urbanizar el campo para los que lo odian porque viven en él y quisieran vivir en la ciudad.
Al legislador también le perseguían las latas por todas partes, así que sacó una ley para que las anillas no se despegaran de la lata cuando se abrieran. Se quedó corto. Deberían unir la lata a una bala de cañón para que no pudieran llevarla mucho más lejos del estante del supermercado.
Cuando yo era niño nos ganábamos unas pesetas buscando botellas de vidrio retornables en los descampados. Ya no hay botellas retornables. Dicen que es muy compleja su gestión. Los norteamericanos han ido a la Luna y los españoles tienen trenes de alta velocidad, pero nos resulta imposible gestionar la vuelta de los envases, ni tan siquiera con el aliciente de lo verde.
Me las encuentro por todas partes, incluso en este blog.
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