Tengo la suerte de vivir en el campo, aunque en realidad es un campo muy urbanizado: hay casas por aquí y por allá, pero nuestra parcela es grande y si quisiéramos podríamos poner música a todo volumen sin molestar a nadie. Era una idea que me atraía desde siempre, y eso que en mi familia no había tradición al respecto (siempre vivimos en pisos) y ni tan siquiera éramos de pueblo.
Estuvimos mucho tiempo buscando casa con una parcelita en el campo. Vimos muchas, pero casi todas las casas estaban contrahechas y eran horribles y de suelos de gres brilloso. Al final nos decidimos por una que tenía algunos inconvenientes importantes, pero que aun así era la mejor que habíamos visto. Nos mudamos un 23 de agosto por la mañana.
La casa estaba con los muebles que dejaron sus antiguos propietarios, muebles de hipermercado de hacía quince años con estampitas de futbolistas pegadas en las hojas interiores de los armarios. Lo primero que hice fue ir con el coche a por comida, no sólo para nosotros, sino también para el perro, las gallinas y los conejos. El resto del día estuvimos limpiando y haciendo planes para la nueva casa. Por la noche estábamos cansados, por lo que pensaba que iba a dormir como un lirón en el silencio de una noche de verano en el campo. No pude pegar ojo.
Había un continuo mar de fondo de grillos que sólo paraban para retomar su barullo con más fuerza. A partir de la medianoche, empezaron a cantar los gallos a razón de uno distinto cada diez minutos. Y los perros, que mantenían animadas conversaciones sobre las longitudes de sus cadenas con los vecinos. También había ruidos más inquietantes, como el ulular de los búhos o pisadas como si alguien estuviera merodeando por la cerca de la casa. No me podía imaginar una sinfonía tan ensordecedora. Pero a todo se acostumbra uno, incluso al adhesivo para dentaduras postizas, y ya ni tan siquiera reparo en estos sonidos porque me acompañan continuamente.
Por razón de unas obras, tuvimos que pasar dos días en casa de mi madre en la ciudad. Y tampoco pude dormir nada. El murmullo del tráfico nocturno, amortiguado por una ventana doble, no me dejaba conciliar el sueño. En las largas horas que pasé despierto, recordé que había pasado ocho años en esa misma habitación y jamás había reparado que tras la ventana circulaban coches.
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