Es algo tan corriente que ya casi pasa desapercibido, pero seguro que se han dado cuenta de lo efusivos que son casi (¿casi?) todos los norteamericanos cuando suben a un estrado. Da igual que uno sea el presidente de los EE.UU. o un actor de Hollywood, da igual que sea la ceremonia de los Oscars o un acto político, pero todos alzan las cejas, abren la boca, señalan con el dedo y ladean la cintura. Entiendo que los que suben a un estrado tengan muchos amigos (por eso suben), pero ¿tantos y tan notorios que aun entre la masa de asistentes destacan entre los flases y el confeti?
En el resto del mundo no ocurre algo parecido. A lo más que llega Zapatero es a mirar a alguien y sonreírle tímidamente, o Sarkozy a atusarse el traje azul marino en respuesta a una mirada embarazosa. En la etiqueta norteamericana está bien visto ser campechano y accesible, juntar en una misma persona el poder de destruir una ciudad pulsando un botón y el hacer un chiste en una presentación. Los demás países somos más comedidos y tenemos un gran sentido de la vergüenza. Pero igual poco a poco llegará el gesto. Lo sé porque hace unos años vi un discurso del presidente de EE.UU. en el que el fondo era un graderío de personas anónimas representativas del auditorio (muchos blancos, algún negro, mujeres, gordos y flacos). Eso era una novedad, porque hasta entonces los fondos del estrado los ocupaban cortinas o los organizadores del acto. A los pocos meses, el invento se afincó entre nosotros para quedarse, y ya todos los líderes políticos colocan tras de sí cortinas de personas que obedecen a un regidor de puesta en escena. A ver cuándo importamos, para quedarse, la posibilidad de que un negro que se llame algo parecido a Barack Hussein Obama llegue a la presidencia del gobierno.
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