Hace unos días comimos con una pareja de amigos que nos contaron algo increíble pero por desgracia no sorprendente. Fueron al cine a ver una película y vieron que la imagen que proyectaban en la pantalla estaba cabeza abajo. Y así estuvo durante diez minutos. Pero lo increíble es que en la sala nadie dijo nada, todos miraban la escena al revés mientras comían palomitas de maíz y sorbían cocacola. Cuando mi amiga, indignada, exclamó cual sastrecillo valiente, “¡Está al revés!” otro espectador apostilló “¡Uy, es verdad!”. Mi amiga se levantó para hablar con el acomodador y al cabo rectificaron la proyección sin ni tan siquiera disculparse (y no volvieron a empezar, sino que continuaron).
Aunque parezca algo increíble y esperpéntico digo que por desgracia no me sorprendió, porque dado mi natural pesimismo creo que a la mayoría le basta un envoltorio bonito o socialmente reconfortante para no necesitar más (salvo palomitas y cocacola). Mucha gente no va a ver una película, sino que va al cine y una vez delante de los carteles de las varias salas decide con cuál se queda. En los toros un buen cartel no vaticina una salida por la puerta grande, pero en un multicine parece que un cartel es suficiente como para que te puedas tragar las imágenes al revés sin decir ni mú.
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