Podría empezar diciendo que Zapatero es un personaje de Chejov, lo que siempre queda bien en un artículo. Pero el caso es que no he leído nada de Chejov, y tampoco creo que sea Zapatero un personaje.
La primera vez que lo vi, en el congreso en que fue elegido, pensé que una persona tan brillante pero a la vez tan ingenua no podía salir como candidato, y no sólo salió sino que además fue elegido presidente del Gobierno. Desde entonces una campaña (por lo extenso y uniforme) de desprestigio desde la derecha se ha cebado en su imagen pública para hacernos creer que es incompetente, débil y volátil. Ante los primeros insultos en el Parlamento pensé que su reacción iba a ser airada, como correspondía, pero muy al contrario siguió su camino como si no hubiera escuchado nada. Desde entonces tengo un amargo sentimiento de simpatía hacia él. Lo de la amargura me viene porque considero que faltarle al respeto a Zapatero no es faltarle al respeto a una persona privada que lo pueda disculpar, sino que es faltarle al respeto a una institución, al Presidente del Gobierno de España elegido democráticamente por los ciudadanos. Y como no supo parar los pies a tiempo a las faltas de respeto, éstas aumentaron y se extendieron, debilitando la institución.
Después de algo más de cuatro años de gestión creo que Zapatero tiene notables virtudes, como la valentía (su contundente oposición a Chaves en la conferencia de Chile, nombramientos fuera de la tradición) o su firme convicción en el diálogo y en el avance social. Pero también le adornan otros rasgos que le afean, como la imagen de debilidad, la mala oratoria, la falta de calado económico y algunos nombramientos poco afortunados (singularmente Bibiana Aído).
Dependerá ya de cada cual decidir qué pesa más en su balanza para considerarlo buen o mal presidente, pero a la hora de las elecciones no sólo cuenta esta valoración sino más la de la alternativa.
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