Se pueden contar con los dedos de una oreja los libros que una vez empezados no he querido terminar. Recuerdo uno insufrible de Francisco J. Flores que aún me mira indignado desde el estante.
Hace meses leí una lista de los libros preferidos de cien escritores españoles, y uno de los que se repetían era el de Tristram Shandy. Nunca había tenido noticia de él, pero cuando hice el pedido de libros lo incluí en la lista. La curiosidad mató al gato. Es un libro extenso, original (cambios en la tipografía, páginas en negro, y todo ello del siglo XVIII), pero aburrido a más no poder. No extraña que casi no se haya traducido al castellano en casi tres siglos.
Al día de la fecha reconozco que no he pasado de las primeras doscientas páginas (de unas setecientas), y he tenido que puentearlo con otras lecturas para no sucumbir al desánimo. Me parece una lectura poco recomendable porque de ella sólo se puede alabar lo que ya he dejado escrito en el párrafo anterior, lo que no es mucho. En estas doscientas páginas no pasa nada, no trata de nada en concreto, da una y mil vueltas sin ninguna gracia sobre motivos sin importancia para no llegar a ningún sitio.
Suponiéndoles buena intención a los cien escritores españoles, debí haber advertido que eran sólo cuatro los que lo citaban, y noventa y seis los que lo obviaban: debí haber pedido Moby Dick.
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