El escritor Stefan Zweig y su mujer se suicidaron en la habitación de un hotel de Petrópolis, Brasil. Dejaron pagada la habitación, todo recogido y en orden, cartas escritas para sus amigos ya ensobradas y timbradas. En la foto del suceso se les ve tenuemente abrazados en la cama, y sus cuerpos, aunque fríos, parecen sudorosos por el calor del trópico. Pensaban que el nazismo se extendería por todo el mundo, y antes de que les arrasara esa ola, prefirieron dejar esta vida con el orden y la decencia de unos buenos centroeuropeos.
En la descripción que hace Rosa Montero de la estancia donde encontraron los cadáveres, se refiere a las varias cartas que estaban ordenadas en una mesa pendientes de enviar. Todas con las señas del destinatario y con su sello correspondiente, para que las enviaran los que encontrasen sus cuerpos. Me llamó la atención este detalle, porque me indicaba que aquello no fue un suicidio, sino una representación. ¿Por qué no echaron ellos mismos esas cartas al correo? ¿por qué dejaron esa simple tarea a otros cuando ellos se habían tomado tantas molestias con detalles más disculpables? También está el hecho de los motivos del suicidio, de no dejarse capturar por el terror. Una persona puede tomar esa determinación, pero ¿dos al mismo tiempo? ¿De quién partió la idea, quién convenció a quién? Aunque sólo fueron dos cadáveres, parece un suicidio colectivo. Podían haber esperado, podían haber luchado, pero quizá estaban terriblemente cansados y sólo se dieron el gusto de una última escena.
Referencia: artículo de Rosa Montero en “El País Semanal” del 30 de noviembre.
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