No creo que descubra nada nuevo para los que siguen este blog si escribo que no me gusta la navidad. De hecho, nunca me ha gustado, salvo cuando era muy niño y esperaba con ilusión la llegada de los reyes magos. A partir de ahí todo fue naufragio.
Mi mujer sin embargo disfruta mucho de estas fiestas, y mis niños esperan la llegada de los reyes magos (y de Papá Noel) como la esperaba yo con sus años. También estas fiestas parecen gustarles a Carrefour y a El Corte Inglés, a los fabricantes de bombillas de colores y al rey de España, lo que ya hace sospechar.
En casa siempre hay un plato de mantecados y turrones sobre la mesa camilla que sólo de mirarlo se siente uno empachado. Hay árboles de navidad por todos lados y belenes con niño Jesús pasando frío. En la puerta de la casa cuelga una corona de hojas de algarrobo, y en la cancela de la finca un cordel animado de luces de colores se enreda en una higuera. Para cenar hay langostinos y roastbeef con costra de hojaldre, vino de reserva y queso mascarpone con mermelada de arándanos. Y este año por suerte suenan pocos villancicos en los centros comerciales.
Todo esto debería significar algo. El recogimiento del clima frío hace que busque mi sitio en el mundo, pero hay que preparar copiosas comidas, hay que hacer varias veces interminables compras de regalos, hay que vestirse para la ocasión y pasar digestiones pesadas. Pero no significa nada, salvo la falsa promesa de que el próximo año la pasaré junto a la chimenea con un buen vino y leyendo El llano en llamas.
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