Bien mirado (y no digamos si las miramos mal) las bibliotecas particulares no sirven al propósito pretendido. Cuando termino de leer un libro lo dejo en un estante y nunca más lo vuelvo a abrir. Ni yo ni ningún otro miembro de la familia. Se ha dado el caso, incluso, de haber comprado otra edición del mismo libro antes que abrir el antiguo. Aquí no incluyo por supuesto los diccionarios, ni los atlas ni otras obras de referencia.
Hay libros que me han gustado mucho porque me han hecho estremecer o conocer paisajes ajenos, pero una vez leídos, ¿tiene sentido volver sobre ellos? Con la poesía no diré que no, porque las palabras mismas nos conmueven, pero la novela, la literatura de viaje, el relato histórico, no parecen conservar el atractivo de la primera vez.
Sin embargo gusta y está bien reconocido tener una extensa biblioteca. Puede que sea por el ambiente que crea, pero este efecto cuesta muy caro y mejor sería forrar las paredes de billetes de diez euros, también muy inspiradores. Puede que el sentido de las bibliotecas sea el de almacenar los desechos de los libros una vez leídos, pero para eso ya está inventada la papelera o la chimenea.
Creo que la biblioteca tiene más que ver con el orgullo del coche que con el gusto intelectual. Muchos hombres sienten su coche como su orgullo (lo lavan apenas se tiznan en el lateral), y hablan continuamente de él y lo enseñan a los amigos. Los que tenemos una biblioteca también nos sentimos halagados cuando un visitante nos la envidia, aunque sea sólo de palabra y no de pensamiento.
Todos nos comportamos como si tuviéramos cuñados.
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