Estoy en la consulta de un cardiólogo privado. Él es un señor de mediana edad, grueso, con bigote, que en mi presencia y en una habitación de unos quince metros cuadrados no tiene otra idea que ponerse a fumar un gran puro. Me dice que debido a mi problema con la válvula tricúspide lo más probable es que abandone este barrio por muerte súbita. Ante la cara que debí poner, me reconforta: es sólo una cuestión estadística, me puedo morir de muchas otras formas.
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Estoy en la consulta de un afamado internista. Me está haciendo un ecocardiograma. Ve algo (y “algo” en un médico siempre es algo malo). Me pregunta cuánto tiempo tardo en recuperarme cuando pierdo la consciencia. Nunca la he perdido. Me pregunta que si sufro calambres. No, no los tengo. Si se me duermen las piernas. Pues tampoco. No se lo explica y se lo achaca al aparato, que es antiguo y tiene poca resolución. Mejor me da cita para dentro de quince días, porque tiene un nuevo aparato en la agencia de transportes pero aún no ha tenido tiempo de ir a recogerlo.
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Estoy al teléfono con la compañía de seguros médicos. Me tengo que operar de una pierna, y me dan cita ¡para el día siguiente! Al cabo de media hora me llaman y me dicen que no me pueden operar porque mi problema con la pierna se deriva de una enfermedad que tuve antes de firmar la póliza con ellos. Lo sienten mucho, pero intentan venderme el suplemento dental.
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Estoy en la consulta de otro internista. Me dice que me tiene que hacer una gastroscopia (no entro en detalles, pero créanme que es muy desagradable). Mi médico de cabecera me advierte que sea cual sea el resultado de la gastroscopia, no se puede hacer nada. El internista se defiende: ¡pero así al menos sabríamos cómo está por dentro!
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Estoy en la consulta del reumatólogo. Me recomienda que si quiero tener hijos, los tenga cuanto antes, porque si no no los podré tener. Después de ocho años sigo su consejo y tengo dos niños (niño y niña) en colaboración con mi mujer.
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