Siempre había sentido poca simpatía por los gatos, de tan egoístas y suyos que son. Por casualidad, un día tuvimos en casa uno, y desde entonces los perros perdieron definitivamente mi voto. Los gatos son animales que no heredan la personalidad ni las facciones del dueño, independientes, limpios y muy mimosos cuando les apetece a ellos (casi siempre).
Con estos antecedentes, a nadie extrañará la incomodidad que siento cada vez que oigo hablar del experimento del gato de Schrödinger. Para aquellos que no estén familiarizados con la física cuántica les diré que el experimento consiste en una caja cerrada en la que ponemos un gatito, un dispositivo que libera un gas tóxico si detecta la desintegración de una partícula... y una partícula que tiene un 50% de probabilidades de desintegrarse en un tiempo X. Si cerramos la caja y esperamos el tiempo X sin abrir la caja, según la física tradicional el gato puede estar vivo o muerto, pero para la física cuántica, si nos resistimos a abrir la caja, el gato está en un estado vivo y muerto al mismo tiempo. El ojo condiciona el experimento.
¿Por qué no pusieron a la abuela de Schrödinger en vez de al gato? ¿O a la madre o a su hermano? Ah, claro, al tal Schrödinger no le gustaría imaginar a su madre en esa tesitura: madre sólo hay una y gatos, muchos.
Una vez, en Sevilla, un compañero que se había criado en la barriada de Los Pajaritos describió cómo se entretenía llenando un saco de gatos y disparándoles luego con una escopeta de aire comprimido hasta que no se oía a ninguno maullar. Es lo mismo que el famoso experimento, pero con la física de el Toli.
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