No soy una persona envidiosa: para ello habría que emplear una energía que destino a otras cosas (no necesariamente mejores). Me resulta indiferente que la diosa Fortuna sonría a alguien y a lo sumo sueño despierto con parecida suerte.
La gula tampoco se cuenta entre mis adornos, aunque me gustan mucho el vino y la paella (dejémoslo aquí, la lista se haría interminable).
La lujuria, ni tocarla. Decía Platón que los hombres buenos son los que se conforman con soñar.
Quizá la soberbia pueda arruinar otros temperamentos más seguros de sí mismos, pero en este caso ya queda dicho que a mi modestia le resulta incompatible.
En la avaricia nadie se reconoce, porque no sólo tiene mala prensa sino mala imagen (la de un viejo cetrino con la nariz muy grande y las gafas en la punta contando dineros como ovejitas). Esto quiere decir, por si no está claro, que tengo gafas pero mi nariz es pequeña.
Respecto de la pereza no diría que no, pero como tampoco soy soberbio no me quiero granjear este punto sin merecerlo realmente. Además, si fuera perezoso no habría llegado a este estado contemplativo rural ni me levantaría por las noches a acostar al niño.
La ira va de la mano de la incontinencia, y mis esfínteres emocionales (perdón) están muy entrenados.
Coda (gracias Arcadi): todo esto es muy gris, por eso el tiempo pasa tan rápido.
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