Una persona instala una aplicación en su móvil o alquila un coche. No ha leído las páginas y páginas y páginas del contrato que ha firmado confiando
en que los términos son normales y razonables. Pero tiene un problema y se da cuenta de que no, y ya es tarde, y eso le cuesta tiempo, quebraderos de cabeza y dinero, siempre dinero.
Una persona contrata a unos albañiles. A mitad de la obra, los albañiles la abandonan por otro encargo más lucrativo y lo dejan todo manga por hombro. Sí, quizá
tras un juicio y al cabo de tres años consiga recuperar el dinero, siempre el dinero, sólo el dinero, pero el daño ya está hecho.
Te enteras por televisión que la barra de pan que te han subido de precio además ahora tiene menos cantidad, que al paquete de chorizo le ponen tres lonchas menos y que el flan
que siempre comprabas ha menguado en todo menos en precio.
Esa persona lee que una empresa que contaminó gravemente hace 25 años va a ir ahora a juicio. Y en la página siguiente que los jueces, incumpliendo la ley, no renuevan
el CGPJ por oscuros motivos de equilibrios y estrategias políticas. O que un ertzaina tenía en su casa cincuenta kilos de cocaína, o que policías de Mallorca controlaban la noche con sobornos y palizas.
Esa persona tiene un hijo y le han dicho en el colegio que en vez de hacer los ejercicios en un cuadernillo, los va a tener que hacer en una tableta que sólo alquila el colegio y que
vale el doble que los cuadernillos.
También lee que se premia, como algo inaudito y encomiable, la devolución de un dinero que una anciana había perdido. ¿No debería ser lo normal?
Son inconvenientes, trivialidades, incidencias e incidentes de cualquier vida. Pero esa persona, ¿debería hacer lo propio dentro de sus limitaciones? ¿debería ofrecer
la otra mejilla y tener un comportamiento moral? Admitiendo que no roba el que quiere sino el que puede, ¿esa persona debe proceder como el entorno o ser siempre la víctima?