martes, 4 de octubre de 2022

> Como los ríos que van a dar a la mar

 Con frecuencia no estamos preparados para morir. Cuando uno es joven, o incluso adulto pero ocupado, no piensa en este tipo de cosas, o al menos no piensa continuamente en ellas como cuando se llega a cierta edad o a cierto estado de ociosidad.

 

En mi caso hubo una noche concreta en la que tomé conciencia de que iba a morir y que era i-ne-vi-ta-ble. No había ocurrido ese día nada extraordinario que lo desencadenara, pero quizá la biología envió un mensaje a mi cerebro en esos momentos en que orillamos la vigilia para adentrarnos en el sueño. Me iba a morir, y lo que me quedaba era claramente menos (y peor) que lo que ya había vivido. Esta idea, fiel mascota, ya no me ha abandonado.

 

También pensé en el tipo de muerte que sería, si de repente, acaso mientras dormía, o tras una lenta enfermedad o una creciente decrepitud. Por una parte, el síncope me ahorraría una angustia extrema y extenuante dado mi carácter obsesivo; pero la lentitud me permitiría dejar todo en orden para mi éxito, a costa del dolor. Y peor: salvo el suicida, los demás no elegimos.

 

Luego se piensa en cómo será ese estado final, no en el angustioso tránsito. La analogía inmediata nos lleva a que será como antes de nacer, o como un sueño sin sueños sin una mañana. Y será eterno, y nadie, nadie, nadie se acordará de mí dentro de menos de cien años; y aunque se acordaran porque hubiera sido un Alejandro Magno o un Gandhi, ¿de qué me valdría, sin ni tan siquiera tendré conocimiento ni satisfacción de ello?

 

Si al menos fuera honestamente religioso, pero ni ese consuelo tengo. La eterna noche del anonimato espera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario