Una tarde de verano una adolescente quedó con sus amigas en el parque de un barrio de clase media alta. El parque estaba concurrido. Aprovechando la caída de la tarde un grupo de madres jóvenes hacía yoga en el césped, una anciana paseaba a su diminuto perro, madres y padres vigilaban a sus hijos en el parque infantil.
Una pandilla de una docena de jóvenes se acercó a las tres amigas, y para divertirse les intimidaron, hicieron el ademán de grabarlas en vídeo mientras les pegaban una paliza, les quitaron las gorras de un golpe. Las chicas tuvieron miedo y gritaron.
Los padres que vigilaban a sus hijos en el parque infantil vieron que no era un problema con sus hijos, las que estaban haciendo yoga, paz y amor, siguieron a lo suyo. Sólo la anciana con el perro diminuto se acercó a ver qué pasaba. Una de las chicas salió corriendo y dijo que estaba llamando a la policía. Los chicos se fueron.
No pasó nada más ni hubo heridos, sólo humillación, impotencia y una piedrecita más en la muralla que entre todos construimos cada día con más cobardía que ahínco.
La persona del 112 tuvo dificultades para escribir el nombre de la calle y de la denunciante (¿con b o con v?). La policía tardó en llegar más de una hora (tenían otras prioridades) y, con gesto aburrido, escucharon pacientes el relato de los hechos: que si volvía a ocurrir les llamasen de nuevo. Que estarían atentos, dijeron.
Escribí en otra ocasión sobre el comportamiento de las gallinas en mi corral. Cuando entraba a sacrificar alguna, sólo se preocupaba la concernida, ya bocabajo y cogida por las patas; las demás seguían a lo suyo, estirándose y picoteando el suelo, quizá haciendo yoga.
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