viernes, 6 de agosto de 2010

> Nápoles 1989 (I)

Nápoles no es una bonita ciudad al estilo de las del norte de Italia. Posee las colecciones importantes de arte en impresionantes palacios que uno espera encontrar en una ciudad italiana -el Museo Arqueológico, la Galería Nacional de Capodimonte o la Cartuja de San Martino, por ejemplo- pero lo que más destaca en el visitante es su ritmo de ciudad mediterránea, caótica y viva, demasiado desbordada para calificarla de bella al estilo de una ciudad-museo como Venecia o Florencia.

Si llegamos en tren desde Roma lo primero que nos encontramos es la Stazione Centrale, con gente durmiendo en los suelos y limpiadoras que con fatiga cambian de lugar los desperdicios. Al menos en verano suele haber mucha gente en la estación, no sólo turistas y locales que van y huyen de la ciudad, sino multitudes enteras que se embarcan en los trenes de la Circumvesuviana para ver en un día Pompeya, Herculano y lo que se tercie. La Stazione se abre a la gran Piazza Garibaldi, lugar de encuentro de mercaderes de todos los colores, tonos y texturas que desembarcan sus mercancías que parecen no vender nunca sobre las grandes losas negras de las aceras de grandes y sólidas manzanas de casas trazadas a escuadra.

El carácter temperamental que dicen típico de estas latitudes lo manifiestan los napolitanos en un tráfico infernal pero fluido gracias a que se ignoran por sistema los invisibles pasos de peatones y los escasos semáforos. La gente, con muy buen criterio además, aparca el sufrido Fiat, abollado hasta el límite, donde le da la gana, y todos, en fin, colaboran al desconcierto de los japoneses que no se atreven a cruzar la calle por ningún lado.

Excepción hecha de cuando conducen o discuten, la gente es reservada, incluso sospechosa de alguna extraña connivencia. Hablan, eso sí, del último partido del Nápoles o de la sangre de San Jenaro, pero poco más. Parecen muy religiosos los napolitanos, o las napolitanas, a la vista de las abundantes capillitas y altares que construyen los fieles en cada calle y en los que nunca faltan flores y velas encendidas junto a los carteles que recuerdan las últimas necrológicas del barrio.

Los grandes hoteles son casi iguales a los de todo el mundo, así que no está de más acercarse por una pequeña pensión familiar y sufrir algunas incomodidades a cambio de mayor entretenimiento. Al atardecer todos salen a la calle o al patio interior y se sientan en sus sillas a charlar animadamente sobre Maradona mientras escuchan encantados ópera y de fondo a las Marías emprenderla a gritos con los bambini que no quieren comer. Si se les requiere para algo contestan "dopo, dopo..." (luego, luego) y dejan pasar calmosamente hasta que la lava del Vesuvio se les echa encima. Si uno no encontrara estos cuadros costumbristas en Nápoles se sentiría defraudado ¡Todo tan típico y neorrealista!

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